Página 3 de 5
Después de aquella noche, Enoch Conger volvió poco a la taberna. Cuando venía era para sentarse solo y eludir a cuantos le preguntaban por su «sirena» y querían saber si le había hecho alguna proposición antes de dejarla libre. Volvió a mostrarse taciturno, hablaba poco, bebía su cerveza y se iba. Lo único que se sabía era que ya no pescaba cerca del Arrecife del Diablo, que echaba sus redes en algún otro lugar próximo al Cabo del Halcón. Aunque se rumoreaba que temía volver a ver la cosa extraña que había cogido aquella noche entre sus redes, se le veía con frecuencia en la punta de la estrecha lengua de tierra, de pie, mirando al mar, como si esperase ver aparecer una embarcación en el horizonte, o el mañana que siempre ronda y nunca llega para los buscadores de futuro e incluso para muchos hombres, sea lo que sea lo que esperan y piden a la vida.
Enoch Conger se volvió cada vez más introvertido y él, que había sido un asiduo cliente de la taberna de Innsmouth, acabó por no aparecer más por allí. Se limitaba a traer el pescado al mercado y volvía apresuradamente a su casa con las provisiones que necesitaba. Mientras tanto, la historia de su sirena se extendió a lo largo de toda la costa, y tierra adentro hacia Arkham y Dunwich, por el Miskatonic, e incluso más allá, en las negras y tupidas colinas donde vivía la gente menos inclinada a tomarse a broma estas cosas.
Pasó un año, y otro, y otro, y una noche llegó a Innsmouth la noticia de que Enoch Conger había resultado gravemente herido durante su solitaria pesca. Dos pescadores le habían visto al pasar tendido en su barca y le habían socorrido. Como su casa del Cabo del Halcón era el único lugar adonde quería ir, le llevaron allí, antes de ir rápidamente a buscar al doctor Gilman de Innsmouth. Cuando volvieron a casa de Enoch Conger, acompañados del médico, el viejo pescador había desaparecido.
El doctor Gilman se abstuvo de comunicar su opinión, pero los dos pescadores que le habían traído cuchichearon y contaron a quien quería oírlo el singular relato. Hablaron de la gran humedad que reinaba en la casa, de las innumerables gotas de agua que se deslizaban a lo largo de las paredes, que colgaban del picaporte de la puerta y que empapaban la cama donde habían dejado a Enoch Conger, antes de salir en busca del doctor.