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Hablaron de las huellas mojadas dejadas en el suelo por unos pies palmípedos. Aquellas huellas eran muy profundas a lo largo de todo su recorrido desde la casa hasta el mar, como si un gran peso, tan grande como el de Enoch Conger, hubiese sido llevado por esos pies, obligados a hundirse en el suelo a cada paso, hasta dejar la nítida impresión de su dibujo.
Pronto se enteró todo el mundo de lo sucedido. Pero la gente se reía de los pescadores, pues no había más que una sola línea de huellas, y Enoch Conger era un hombre demasiado pesado como para que alguien pudiese cargar con él todo ese recorrido. El doctor Gilman no había hecho el menor comentario, salvo que había visto pies palmípedos en algunos habitantes de Innsmouth, pero que los dedos de Enoch Conger, que había examinado en alguna ocasión, eran normales y no palmípedos. Algunos curiosos fueron a la casa del Cabo del Halcón para ver si podían descubrir algo nuevo. Pero volvieron desilusionados. No vieron nada, y se sumaron a los que se burlaban de los infelices pescadores. Al cabo de algún tiempo, aquellos dos pobres hombres fueron reducidos al silencio, y no faltaron quienes dejaron caer la sospecha de que ellos eran quienes habían hecho desaparecer a Enoch Conger y habían inventado aquella historia para encubrir su acción. Ese rumor se extendió también a otros lugares.
Dondequiera que haya ido, Enoch Conger no volvió a su casa del Cabo del Halcón. El viento y el tiempo la destrozaron a su antojo: arrancaron una tabla aquí y otra allá, desgastaron los ladrillos de la chimenea, rompieron las ventanas y hundieron el tejado. Las gaviotas, las golondrinas y los halcones que la sobrevolaban no volvieron a oír la voz que, en un tiempo, les había contestado. Poco a poco, a lo largo de la costa, los rumores que circulaban en torno al asesinato se acallaron, pero surgieron ciertos signos oscuros que, si bien descartaban cualquier posibilidad de homicidio, inducían a pensar en algún fenómeno mucho más aterrador e inexplicable.
Un día en que el venerable Jedediah Harper, patriarca de los pescadores de la costa, bajó a tierra con sus hombres, juró haber visto cerca del Arrecife del Diablo a un extraño grupo de criaturas que nadaban. Esos seres, según decía, no eran humanos del todo, ni batracios tampoco; eran criaturas anfibias que cruzaban el agua mitad al estilo de los seres humanos y mitad como ranas; formaban un grupo de más de cuarenta, y eran machos y hembras.