La habitación cerrada (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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-¿Cuánto tiempo después?
-Tres, cuatro meses. Y Luther nunca dijo por qué. Nadie volvió a verla desde ese día hasta que fue sacada en el ataúd. Hace dos años, puede que tres. Un día por la noche, al año de haber vuelto de Innsmouth, ocurrieron cosas en esta casa. Peleas, gritos, chillidos. Casi todo el mundo en Dunwich lo oyó, pero nadie fue a ver lo que era, y al día siguiente Luther dijo que era sólo Sarah, víctima de un ataque de nervios. Pudiera ser. Pudiera ser algo más...
-¿Qué más, tío Zebulón?
-Obra del demonio -dijo el viejo inmediatamente-. Pero me olvido de que tú eres persona con estudios. No hay muchos Whateley que hayan recibido una educación. Lavinny leía libros, unos libros terribles que no eran buenos para ella. Y Sarah leyó algunos. Es mejor no tener ninguna instrucción que tener poca; no se puede andar por la vida sabiendo un poco, se anda mejor no sabiendo nada.
Abner sonrió.
-¡No te rías, muchacho!
-No me río, tío Zebulón. Estoy de acuerdo con usted.
-Entonces si te encuentras cara a cara con ello sabrás qué hacer. No te pararás a pensar. Simplemente lo harás.
-¿Con qué?
-Ojalá lo supiera, Abner, No lo sé, Dios sí lo sabe. Luther lo sabía. Pero Luther está muerto. Yo creo que Sarah también lo sabía. Y Sarah está muerta. Ahora nadie sabe qué era aquello tan terrible. Si yo rezase, rezaría para que no lo averigües tú. Pero si lo haces, no vayas más allá de lo que descubras, sólo haz lo que tienes que hacer. Tu abuelo tenía unas notas, búscalas. Puedes enterarte de qué clase de personas eran los Marsh. No eran como nosotros. Algo terrible les ocurrió. Y puede que también a Sarah...
Algo se interponía entre el viejo y Abner Whateley, algo no dicho, quizá desconocido; pero era algo que dio a Abner escalofríos, a pesar de sus esfuerzos conscientes para restar importancia a lo que sentía.
-Me enteraré de lo que pueda, tío Zebulón -prometió.
El viejo asintió e hizo una señal al niño. Le indicaba que deseaba levantarse, para volver al carro. El niño se apresuró.
-Si me necesitas, Abner, díselo a Tobías -dijo Zebulón Whateley-. Vendré si puedo.
-Gracias.
Abner y el niño ayudaron al viejo a subirse al carro. Zebulón Whateley levantó el brazo en señal de despedida. El niño azotó el caballo y el carro se puso en marcha.

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