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Parecía ser un espléndido ejemplar de mediados del siglo XIX. Sería una pena destruirla, y podía hallarse un lugar para ella, bien en un museo o en alguno de esos edificios que estaban siendo reconstruidos por gente rica, interesada en conservar la herencia americana.
Estaba dispuesto a marcharse de la rueda, cuando sus ojos se posaron en una serie de huellas húmedas en las paletas. Se inclinó para observarlas mejor. Aparte de comprobar que estaban parcialmente secas, se dio cuenta de que eran huellas dejadas por algún animal pequeño, probablemente batracio -una rana o sapo- que aparentemente había subido a las paletas en las horas tempranas de la salida del sol. Elevó sus ojos y siguió la línea de las huellas hasta las ventanas rotas de la habitación de arriba.
Se paró un momento a pensar. Recordó el batracio que había visto en la habitación cerrada. ¿Se habría escapado por la ventana rota? O quizá alguno de su especie había acusado su presencia y había subido. Una cierta aprensión le sacudió, pero la eludió de su mente con irritación. A un hombre de su inteligencia no podía conmoverle la atmósfera de ignorancia, el misterio supersticioso que se desprendía del recuerdo de su abuelo.
Pero a pesar de todo, dio la vuelta y subió a la habitación cerrada. Esperaba, al abrir la puerta, encontrar algún cambio significativo en la habitación. Algo diferente de como la recordaba de la noche anterior, pero aparte de la luz poco usual, no había alteración alguna.
Cruzó hacia la ventana.
Había huellas en el antepecho. Había dos pares de ellas. Una parecía dirigirse al exterior, y la otra al interior. Las que salían eran pequeñas, sólo medían una pulgada de ancho. Las que entraban eran el doble de tamaño. Abner se inclinó y las miró fijamente, con fascinación.
No era zoólogo, ni tampoco un ignorante en el tema. Las huellas eran algo que nunca antes había visto, ni siquiera en sueños. Excepto en el hecho de ser o parecer palmípedas, eran las huellas perfectas en miniatura de manos y pies humanos.
Aunque buscó precipitadamente al animal, no vio señal de él, y finalmente, un poco turbado, salió de la habitación, y cerró la puerta tras de sí. Se arrepentía de haberse dirigido allí en un primer momento, haberse sentido impulsado a abrir las contraventanas que durante tanto tiempo habían aislado la habitación del mundo exterior.