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Era un recorte de periódico. Los términos poco concretos en los que se expresaba el reportero ponían de manifiesto que el propio autor del artículo no supo en realidad qué había ocurrido: se refería a la presencia de agentes del gobierno federal en los alrededores de Innsmouth, en el año 1928, a su intento de destruir el Arrecife del Diablo y la voladura de grandes zonas del puerto, y a la detención de varios miembros de las familias Marsh, Martin y algunos otros. Sea como sea, aquel artículo y los hechos a los que se refería eran bastante posteriores -en decenas de años- a las cartas de Ariah.
Abner se echó al bolsillo las cartas que trataban de los Marsh y quemó el resto de los papeles en una hoguera que hizo en la orilla del río. Vigiló un rato para que las pavesas no prendiesen la hierba de alrededor, que estaba muy seca. Agradeció el olor a humo, porque del río venía un olor a muerte producido por los restos de peces que habían servido de festín a algún animal, una nutria, pensó.
Mientras permanecía al lado del fuego, sus ojos vagaron por el viejo edificio Whateley, y vio, con tristeza, que había llegado el momento de derruir el molino, que los marcos de las ventanas que había roto en la habitación de la tía Sarah se habían caído y trozos de la ventana estaban esparcidos por las aspas de la rueda.
Cuando el fuego estaba lo suficientemente extinguido como para poder dejarlo, el día tocaba a su fin. Tomó una frugal comida, y sin querer leer una línea más aquel día; decidió no intentar hallar las ‘notas’ de su abuelo a las que se había referido el tío Zebulón Whateley. Salió a contemplar el crepúsculo y la noche a la galería, desde donde se oían de nuevo in crescendo los coros de ranas y chotacabras.
Se retiró pronto, extrañamente cansado.
El sueño, sin embargo, no le venía. Por un lado, la noche de verano era calurosa; casi no había brisa. Por otro lado, sobre el croar de las ranas y de la demoníaca insistencia de los chotacabras, los sonidos del interior de la casa invadían su consciencia. Crujidos y gemidos de una casa de madera acomodándose en la noche; un peculiar sonido, como si algo se arrastrase, un medio saltar y un medio arrastrarse, que Abner achacó a las ratas, las cuales probablemente abundarían en la zona del molino.