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El anciano me miró con suspicacia, y dijo:
-Espere aquí, señor Williams.
Y se fue con un manojo de llaves. Deduje, pues, que el libro aquel estaba guardado bajo llave.
Esperé un tiempo que se me antojó interminable. Comencé a sentir hambre, y empezó a parecerme poco decorosa mi precipitación.. Pero no obstante, intuí que no había tiempo que perder, aunque no sabía exactamente qué catástrofe me proponía impedir. Finalmente, subió el bibliotecario, portador de un volumen antiguo, y me lo colocó en una mesa al alcance de su vista. El título del libro estaba en latín -Necronomicon-, aunque su autor era evidentemente árabe -Abdul Alhazred-, y su texto estaba escrito en un inglés arcaico.
Comencé a leer con un interés que pronto se convirtió en total turbación. El libro se refería a antiguas y extrañas razas invasoras de la Tierra, a grandes seres míticos llamados unos Dioses Arquetípicos y otros Primordiales de exóticos nombres, como Cthulhu y Hastur, Shub-Niggurath y Azathoth, Dagon e Ithaqua, Wendigo y Cthugha. Todo ello se relacionaba con una especie de plan para dominar la Tierra. Al servicio de estos seres estaban ciertos pueblos extraños de nuestro planeta: los Tcho-Tcho, los Profundos y otros. Era un libro repleto de ciencia cabalística y de hechizos. En él se relataba una gran batalla interplanetaria entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y cómo habían sobrevivido cultos y adeptos en lugares remotos y aislados de nuestro planeta, así como en otros planetas hermanos. No comprendí la relación que podía haber entre ese galimatías y el problema que a mí me preocupaba: la extraña e introvertida familia Potter, con su deseo de soledad y su forma antisocial de vivir.
No sé cuánto tiempo estuve leyendo. Me interrumpí al darme cuenta de que, no lejos de mi mesa, había un desconocido que no me quitaba ojo sino para ponerlo en el libro que yo leía. Cuando se vio descubierto, se me acercó y me dirigió la palabra.
-Perdóneme -dijo- pero, ¿qué interés puede- tener ese libro para un maestro nacional?
-Eso me pregunto yo -contesté.
Se presentó como el profesor Martin Keane.
-Puedo afirmar -añadió- que me sé el libro ese prácticamente de memoria.
-Es un fárrago de supersticiones.
-¿Usted cree?
-Completamente.
-Entonces ha perdido usted la facultad de asombrarse. Dígame, señor Williams, ¿por qué motivo ha pedido ese libro?
Me quedé dudando, pero el profesor Keane me inspiraba confianza.