La sombra del desván (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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Nos miramos durante un instante, como a través de insondables abismos espaciales, y yo salí huyendo, espoleado por un terror nuevo que se superponía a los que ya me había provocado la pesadilla.
De mayor nunca se me ocurrió volver por allí. No había quedado amor entre nosotros, ni más relación que las breves felicitaciones que yo le mandaba por su cumpleaños o en Navidad, a las cuales jamás respondió, lo que me parecía perfecto.
Por, eso me sorprendió tanto que al morir me legara la finca y una pequeña subvención con tal de que yo habitara la casa durante los meses del verano siguiente
a su fallecimiento. Sin duda había tenido en cuenta que mis obligaciones docentes me impedían ocuparla durante el resto del año.
No era pedir demasiado. Yo no tenía intención de conservar la finca. Por entonces, Arkham había empezado ya a extenderse por la zona de Aylesbury Pike y la ciudad, que antes quedaba tan lejos de la casa de mi tío abuelo, ahora amenazaba con rodearía en breve, por lo que sin duda la finca no sería difícil de vender. Arkham no tenía ningún atractivo especial para mi, aunque me fascinaban sus leyendas, sus apiñados tejados puntiagudos y su ornamentación arquitectónica del siglo XVIII. Esta fascinación, sin embargo, no era verdaderamente profunda y no me atraía la idea de fijar mi residencia definitiva en Arkham. Pero para vender la casa de Uriah Garrison tenía primero que habitarla, según lo dispuesto en su testamento.
En junio de 1928, pese a las protestas de mi madre y a sus sombrías insinuaciones de que Uriah Garrison había sido un hombre especialmente malvado y aborrecido, me trasladé a la casa de Aylesbury Street. No me resultó muy difícil instalarme, pues la habían conservado perfectamente amueblada tras la muerte de mi tío abuelo, acaecida en marzo del mismo año, y era evidente que alguien se había encargado de mantenerla limpia y en condiciones de habitabilidad, según comprobé nada más llegar, procedente de Brattleboro. Sin duda la mujer que atendía a mi tío abuelo había recibido órdenes de seguir prestando sus servicios en la casa, por lo menos hasta que yo me instalara en ella.
Pero el abogado de mi tío abuelo -un sujeto anticuado que iba todavía de alto cuello duro y solemne traje negro- ignoraba que se hubiera tomado medida alguna en tal sentido, según me dijo cuando fui a visitarle para averiguar las cláusulas del testamento.

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