Página 10 de 20
Habría sido muy propio de él no permitirle cambiarse de ropa bino en el desván. Pero esta hipótesis no sonaba muy convincente, desde luego, teniendo en cuenta sobre todo el cuidado que siempre había tenido en que nadie más que él entrara en aquella buhardilla.
La careta era más difícil de explicar. No estaba seca y agrietada, como lo habría estado de llevar varios años sin usar. Al contrario, estaba suave y flexible, lo que resultaba aún más intrigante. Además, igual que el resto de la casa, el desván estaba impecablemente limpio.
Sin tocar la ropa, volví a tomar la lámpara y la mantuve alzada. Entonces vi la sombra que se extendía, más allá de la mía, por la pared y el techo abuhardillado. Era una superficie monstruosa, deforme, ennegrecida, como si una inmensa llamarada hubiera grabado esa imagen en las tablas del desván. La estuve contemplando durante un rato antes de darme cuenta de que, aun grotescamente contrahecha, guardaba cierta semejanza con una figura humana. La cabeza, sin embargo - pues la cosa poseía una especie de excrecencia informe en el sitio de la cabeza- , no se parecía a nada y resultaba horrible.
Me acerqué para verla en detalle, pero al aproximarme sus contornos se difuminaron. Sin embargo, tenía toda la superficie de haber sido como cauterizada en la madera por un chorro de fuego abrasador. Retrocedí de nuevo hasta la silla y un poco más. La sombra parecía haberse producido como consecuencia de una llamarada que hubiese brotado a nivel del suelo. Tenía una angulación extraña e inexplicable. Me di la vuelta entonces y traté de localizar el punto de donde pudiera haber surgido lo que había provocado aquella alteración en el techo y la pared.
Al darme la vuelta, la lámpara iluminó el lado opuesto del desván y puso de manifiesto, en el punto donde yo buscaba, la existencia de una abertura entre el techo y el suelo, pues en ese lado del desván no había pared. El agujero no era mayor que el que necesitaría un ratón, y al momento supuse que, en efecto, no era más que una ratonera. No habría retenido mi atención durante más de un segundo de no haber sido por lo que había pintado, con tiza u óleo de color rojo vivo, a su alrededor: una secuencia de curiosas líneas anguladas
que me parecieron completamente distintas de cualquier diseño geométrico conocido y que estaban dispuestas de tal modo que el agujero del ratón quedaba en el centro de las mismas.