La ventana en la buhardilla (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.
Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años, cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre rotundamente era a entrar en la buhardilla.
II
Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener instrucciones en caso de muerte.

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