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No dijo una palabra, sino que puso cada gramo de energía en defender su vida. Rogers pateó, buscó los ojos de su enemigo, dio cabezazos, mordió, rasgó y escupió... y aún encontró fuerzas para vociferar ocasionales frases. La mayor parte de su palabrería era una jerga ritual llena de referencias a «Eso» o «Rhan-Tegoth» y, para los crispados nervios de Jones, era como silos gritos tuvieran respuesta de bufidos y aullidos demoníacos, provenientes de una infinita distancia. Hacia el final, ambos rodaron por el suelo, volcando bancos o golpeándose contra los muros y los basamentos de ladrillo del horno de mezcla del centro. Hasta el fin, Jones no pudo estar seguro de salvarse, pero el último lance se inclinó a su favor. Un rodillazo contra el pecho de Rogers produjo una total relajación y, un instante después, supo que había ganado.
A pesar de lo duro que le resultaba sostenerse, Jones se levantó y tanteó los muros buscando el interruptor de la luz, ya que había perdido su linterna, junto con la mayor parte de sus ropas. Mientras palpaba, arrastraba a su desvanecido contrario, temiendo un repentino ataque cuando el demente volviera en si. Encontrando la caja, probó hasta hallar el interruptor correcto. Luego, mientras el taller, salvajemente desordenado, aparecía bajo la repentina luz, volvió para atar a Rogers con cuantas cuerdas y cinturones pudo encontrar a mano. El disfraz del sujeto - o lo que quedaba de él- parecía estar realizado con alguna desconcertante clase de cuero. Por diversas razones, a Jones se le puso la carne de gallina al tocarlo, y parecía haber un extraño y oxidado olor en él. En las ropas de calle de debajo, estaba el llavero de Rogers, y la exhausta víctima lo aferró como su pasaporte final a la libertad. Las pantallas de las pequeñas ventanas parecidas a troneras estaban bajadas y aseguradas, y así las dejó.
Enjugando la sangre de la lucha en un recipiente apropiado, Jones buscó las ropas más ordinarias y menos extravagantes que pudo encontrar en los percheros. Probando la puerta del patio, descubrió que estaba asegurada con un cerrojo de resorte que no necesitaba llave desde el interior. Guardó el llavero, no obstante, para entrar, cuando volviera, con ayuda... ya que, claramente, lo que había que hacer era llamar a un psiquiatra. No había teléfono en el museo, pero no sería difícil de encontrar en un restaurante nocturno o en una farmacia de guardia.