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Manuscritos Pnakóticos.
El camino era rocoso y peligroso a causa de los precipicios y acantilados
y alúdes. Después se volvió frío y nevado; y Barzai y Atal resbalaban a
menudo, y se caían, mientras se abrían camino con bastones y hachas.
Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color, y los
escaladores encontraron que era difícil respirar; pero siguieron subiendo
más y más, maravillados ante lo extraño del paisaje, y emocionados
pensando en lo que sucedería en la cima, cuando saliera la luna y se
extendieran los palidos vapores. Durante tres días estuvieron subiendo más
y más, hacia el techo del mundo; luego acamparon, en espera de que se
nublara la luna.
Durante cuatro noches esperaron en vano las nubes, mientras la luna
derramaba su frío resplandor a través de las tenues y lúgubres brumas que
envolvían el mudo pináculo. Y la quinta noche, en que salió la luna llena,
Barzai vio unos nubarrones densos a lo lejos, por el norte, y ni él ni
Atal se acostaron, observando cómo se acercaban. Espesos y majestuosos,
navegaban lenta y deliberadamente; y rodearon el pico muy por encima de
los observadores, y ocultaron la luna y la cima. Durante una hora larga
estuvieron observando los dos, mientras los vapores se arremolinaban y la
pantalla de nubes se espesaba y se hacía más inquieta. Berzai era versado
en la ciencia de los dioses de la tierra, y escuchaba atento los ruidos;
pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche,
estaba aterrado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más, y le hacía
señas ansiosamente para que fuera también, Atal tardó mucho en decidirse a
seguirle.
Tan densos eran los vapores que la marcha resultaba muy penosa; y aunque
Atal le siguió al fin, apenas podía ver la figura gris de Barzai en la
borrosa ladera, arriba, a la luz nublada de la luna. Barzai marchaba muy
delante; y a pesar de su edad, parecía escalar con más soltura y facilidad
que Atal, sin miedo a la pendiente que empezaba a ser demasiado
pronunciada y peligrosa, salvo para un hombre fuerte y temerario, y sin
detenerse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía