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-De ninguna manera. Yo sólo vendo al contado. No me fío de nadie.
-De alguien habrá tenido que fiarse, señor, cuando tiene una alfombra que perteneció a una
familia a la que yo conocí hace tiempo. Sus bienes están confiscados y, portanto, esa alfombra ha
tenido que ser robada-dijo Robin pícaramente.
AI mercader no le gustó nada lo que acababa de oír. Pensó que aquel muchacho podía ser un
enviado del príncipe Juan. Si lo denunciaban, lo ahorcanán. Era mucho lo que tenía que ocultar
-Si esto queda entre nosotros -propuso el mercader a Robin-, te dejo que te lleves lo que has
elegido y te regalo esa alfombra
Robin no abrió la boca, y el mercader se vio obligado a seguir ofreciendo cosas intentando
satisfacerle:
-Te daré también dos toneles de vino... y... dos sacos de harina.
-¿Cómo podré transportar todas esas cosas? -preguntó por fin Robin.
-Te llevarás ese caballo que está ahí. Pero no me denuncies, por Dios.
-Ándate con cuidado, mercader. La próxima vez puedes correr peor suerte.
Y Robin se fue con un caballo nuevo y con toda la mercancía.
En Sherwood, la alegría desbordó a todos cuando lo vieron aparecer sano y salvo y con aquel
cargamento.
Robin colocó la preciosa y lujosa alfombra en su pobre choza. Ahora tendría un recuerdo de su
feliz infancia.
Los días transcurrían plácidamente en Sherwood. Cazaban venados y recolectaban frutos pares
alimentarse, recogían leña para procurarse calor y, de vez en cuando, recibían la visita de alguna
persona del lugar que les traía algo de comida a veces como muestra de simpatía, o pidiendo su
ayuda para que intervinieran ante los frecuentes abusos de poder que cometían algunos
caballeros.
Cada vez se hicieron más frecuentes las acciones de Robin y sus hombres fuera del refugio del
bosque de Sherwood. Se trataba siempre de actos en defensa de vasallos perseguidos por los
barones normandos o incluso en ayuda de caballeros sajones, despojados constantemente de
tierras y bienes por los ambiciosos secuaces del príncipe Juan.