Cocos Y Hadas (Julia de Asensi) Libros Clásicos

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-Ofrezcámosle a Ginesillo para que se acaben los tontos del pueblo
-añadió otro.
-Y que se quede con él y no devuelva más que la blusa -prosiguió un
tercero.
-Metámosle por una ventana que tenga [62] los vidrios rotos -dijo el
primero que había hablado.
El viajero tuvo que intervenir en el asunto y, gracias a su energía,
los muchachos dejaron en paz a Ginesillo. Éste, apenas se vio libre, echó
a correr, no sin dirigir antes una mirada de gratitud a su defensor.

Poco después llegó el padre de la niña que entregó al joven la llave
de la casa del duende para que la viera.
Era un edificio feo y sin comodidades de ningún género en su
interior. Sólo dos cosas excitaron la atención del caballero: la primera,
que en una de las guardillas había un catre con un colchón en el que se
notaba que una persona había dormido, y [63] la otra, que en la cocina se
veían restos de comida y en una de las hornillas algunos carbones que
pareían haber sido apagados poco antes. Aquello no podía ser del tiempo
del avaro, muerto hacía nada menos que veinte años, y si había dicho
verdad la muchacha, nadie había entrado allí después de aquel trágico
suceso.
En otra pieza del piso principal vio una cama algo mejor que la de la
guardilla, que pensó elegir para pasar la noche. El resto del mobilario
estaba deteriorado y cubierto de polvo.
El forastero alquiló la casa por quince días, pagó adelantado y se
fue luego a comer a la posada.
Al pasar por la calle peor del pueblo, vio a la entrada de su mala
choza a Ginesillo el tonto y a su madre, una pobre mujer de la que todos
se burlaban, igual que de su hijo, por lo que produjo al caballero la más
profunda compasión.
Después de cenar y presenciar una parte de las fiestas nocturnas, el
joven se dirigió tranquilamente hacia la casa llamada del duende.

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