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Después de su viaje al Tibet, el doctor estuvo dos años sin hablar de expediciones
nuevas. Dick llegó a imaginar que se habían apaciguado los instintos de viaje e impulsos
aventureros de su amigo, lo que le complacía en extremo. La cosa, se decía a sí mismo,
tenía un día u otro que concluir de mala manera. Por más que se tenga don de gentes, no
se viaja impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy procuraba, pues, tener a raya
a Samuel, que había hecho ya bastante por la ciencia y demasiado para la gratitud
humana.
El doctor no respondía una palabra; permanecía pensativo y después se entregaba a
secretos cálculos, pasando las noches en operaciones de numeros y experimentos con
aparatos singulares de los que nadie se percataba. Se percibía que en su cerebro
fermentaba un gran pensamiento.
-¿Qué estará tramando? -se preguntó Kennedy en enero, cuando su amigo se separó de
él para volver a Londres.
Una mañana lo supo por el artículo del Daily Telegraph.
-¡Misericordia! --exclamó-. ¡Insensato! ¡Loco! ¡Atravesar África en un globo! ¡Es lo
único que nos faltaba! ¡He aquí en lo que meditaba desde hace dos años!
Sustituyan todos esos signos de admiración por puñetazos enérgicamente asestados en
la cabeza, y se harán una idea del ejercicio al que se entregaba el buen Dick mientras
profería semejantes palabras.
Cuando la vieja Elspteh, que era su ama de llaves, insinuó que podía tratarse muy bien
de una chanza, él respondió:
-¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya sé yo de qué pie cojea. ¡Viajar por el aire!
¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia de las águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le ataré corto!
¡Si le dejase, el día menos pensado se nos iría a la Luna!
Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también incomodado, tomó el ferrocarril en
General Rallway Station, y al día siguiente llegó a Londres.
Tres cuartos de hora después se apeó de un coche de alquiler junto a la pequeña casa
del doctor, en Soho Square, Greek Street, se encaramó por la escalera y llamó a la puerta
cinco veces seguidas.
Le abrió Fergusson en persona.
-¿Dick? -dijo sin mucho asombro.
-El mismo -respondió Kennedy.
-¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú en Londres durante las cacerías de invierno?
-Yo en Londres