Las Indias Negras (Julio Verne) Libros Clásicos

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largos mechones, colgada sobre el muslo.
Aunque fuese fanático por Walter Scott, como. todos los hijos de la antiua Caledonia, el
ingeniero, que jamás dejaba de hacerlo, no miró siquiera la posada en que descansó
Waverley, y a la cual el sastre le llevó el famoso traje de tartán de guerra, que admiraba
tan sencillamente la viuda Flockhart. No saludó tampoco, la pequeña plaza en que los
montañeses descargaron sus fusiles, después de la victoria del Pretendiente, con
exposición de matar a Flora Mac Ivor.
El reloj de la cárcel mostraba en medio de la calle su cuadrante; pero no le miró sino
para cerciorarse de que no le faltaría a la hora de la partida. También debemos declarar
que no vio en Nelher-Bow la casa del gran reformador John Knox, el único hombre a
quien no pudieron seducir las sonrisas de María Estuardo. Pero siguiendo por High-
Street, la calle popular tan minuciosamente descrita en la novela El Abate, se lanzó hacia
el gigantesco puente de Bridge-Street, que une las tres colinas de Edimburgo.
Algunos minutos después, Jacobo Starr llegó a la estación del "ferrocarril general"; y
media hora más tarde el tren le dejaba en Newhaven, bonito pueblo de pescadores,
situado a una milla de Leith, que forma el puerto de Edimburgo. La marca ascendente
cubría entonces la playa negruzca y pedregosa del litoral. Las primeras olas bañaban una
estacada, especie de dique sujeto por cadenas. A la izquierda uno de esos barcos que
prestan su servicio en el Forth, entre Edimburgo y Stirling, estaba amarrado al muelle de
Granton.
En este momento la chimenea del Príncipe de Gales, vomitaba torbellinos de humo
negro, y su caldera roncaba sordamente. Al sonido de la campana, que no dio sino algu-
nos golpes, los viajeros retrasados se apresuraron a acudir. Había muchos comerciantes,
hacendados y curas: estos últimos se distinguían por sus calzones, por sus largas levitas y
por el fino alzacuello blanco que rodeaba su cuello.
Jacobo Starr no fue el último que se embarcó. Saltó ligeramente sáre el puente del
Príncipe de Gales. Aunque la lluvia caía con violencia, ni uno de estos pasajeros pensaba
en buscar un abrigo en el salón del vapor. Todos estaban inmóviles, envueltos en sus
mantas de viaje; y algunos reanimándose a ratos con la ginebra o el wisky de sus

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