Una ciudad flotante (Julio Verne) Libros Clásicos

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que podía llamarse el recinto del peso. Allí se habían reunido los verdaderos gentleman.
Ante nosotros estaba el poste de salida y llegada. Empezaron las apuestas, con
entusiasmo británico, arriesgándose enormes sumas, sin más garantía que la cara de los
corredores cuyas hazañas aún no estaban inscritas en el studbook. No sin inquietud vi a
Harry Drake intervenir en los preparativos con su acostumbrado aplomo, discutiendo,
disputando, resolviendo con un tono que no admitía réplica. Afortunadamente, Fabián,
aunque había apostado algunas libras, permanecía indiferente a aquel estrépito. Se
mantenía aparte, con la frente arrugada y la mente en otra parte.
Entre los corredores, dos habían llamado más particularmente la atención. Uno de ellos,
escocés de Dundée llamado Wilmore, era un hombrecillo flaco, avispado, ancho de
pecho. El otro, mocetón bien plantado, largo como un caballo de carreras, era un irlandés
llamado O´Keilly, que a los ojos de los inteligentes, podía competir ventajosamente con
Wilmore. Apostaban por él, tres contra uno, y yo, cediendo al entusiasmo general, iba a
arriesgar a su favor algunos dólares, cuando el doctor me dijo:
-Optad por el pequeño, creedme. El grande va a dar chasco.
-¿Por qué?
-Porque no es de pura sangre -dijo con seriedad el doctor-. Puede tener gran velocidad
inicial, pero carece de resistencia. El otro es escocés, es de raza. Ved su cuerpo bien
equilibrado sobre sus aplomos, fuertes sin rigidez. Debe haberse adiestrado en correr «a
la pata coja», es decir, saltando sucesivamente sobre uno y otro pie, sin ganar terreno,
produciendo al menos doscientos movimientos por minuto. Apostad por él, repito; no os
pesará.
Seguí el consejo de mi sabio doctor y aposté a favor de Wilmore. Los otros cuatro no
merecian siquiera que me acordara de ellos.
Se sortearon los puestos, saliendo favorecido el irlandés, a quien tocó la cuerda. Los
seis corredores se alinearon a la altura del poste. No había que temer falsas salidas, lo
cual facilitaba el trabajo del presidente.
Diose la señal, que fue acogida con grandes aclamaciones. Los inteligentes
reconocieron en el acto como Wilmore y O´Keilly eran andarines de profesión. Sin hacer
caso de sus rivales, que les adelantaban resoplando, llevaban el cuerpo algo inclinado, la
cabeza alta, los codos unidos al cuerpo, los puños ligeramente adelantados, acompañando

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