Página 59 de 97
travesía, y organizó ejercicios ginmásticos, dirigidos por él en persona. Cincuenta
aficionados armados como él con palos, imitaron todos sus movimientos, con exactitud
de monos sabios. Aquellos gimnastas improvisados trabajaban metódicamente, sin
desplegar los labios, como milicianos en parada.
Para la noche, se anunció otro entertainment, al cual no asistí, porque aquellas
inocentadas repetidas me empalagaban. Otro periódico, rival de Ocean-Time, se refundió
en éste aquella noche.
Pasé las primeras horas de ella sobre cubierta. El mar se agitaba y anunciaba mal
tiempo, a pesar de que el cielo estaba aún hermoso. También empezaban a acentuarse los
balances. Acostado en uno de los bancos de la toldilla, admiraba las constelaciones del
firmamento. Hormigueaban las estrellas en el cenit, y aunque la simple vista no pudiera
distinguir más que cinco mil en toda la esfera celeste, me parecía que, en aquella noche,
era posible contarlas por millones. Veía arrastrándose por el horizonte en toda su
magnificencia zodiacal, la cola de Pegaso, como el manto estrellado de una reina, de la
reina de un cuento de hadas. Las Pléyades se mostraban en las alturas del cielo, al mismo
tiempo que los Gemelos que, pese a su nombre, no se levantan juntos como los héroes de
la fábula. El Toro me miraba con sus grandes y chispeantes ojos. En la cumbre de la
bóveda brillaba Vega, la futura polar, y no lejos de ella se marcaba el río de diamantes
que constituye la Corona Boreal. Todas estas constelaciones inmóviles parecían moverse,
obedeciendo los balances del barco, y durante su oscilación, el palo mayor describía un
arco de círculo, dibujando con limpieza, desde la C de la Osa Mayor hasta Altair del
Aguila, en tanto que la Luna, ya baja, bañaba en el horizonte el extremo de su disco.
CAPÍTULO XXIV
Qué mala la noche. El buque, espantosamente azotado al sesgo, iba y venía con
violencia. Los muebles bailaron con estrépito, los frascos de tocador empezaron a dar
música. Mucho había refrescado el viento. El Great-Eastern navegaba en aquellas aguas
fecundas en siniestros, donde la mar es siempre mala.
A las seis de la mañana me arrastré hasta la escalera del gran salón. Agarrándome a los
peldaños, y aprovechando una de cada dos oscilaciones, logré llegar a cubierta, por la