Una ciudad flotante (Julio Verne) Libros Clásicos

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fondeaba en el Hudson, agarrando las uñas de sus anclas los cables telegráficos del río,
que estuvo a punto de romper, más adelante, al levarlas.
Empezó entonces el desembarco de todos aquellos compañeros de viaje, de todos
aquellos compatriotas de una travesía, que ya no debía volver a encontrar: los
californianos, los mormones, los sudistas, los dos novios... Esperé a Fabián. Esperé a
Corsican.
El capitán Anderson supo, por mi, los pormenores del desafío efectuado a bordo. Los
médicos extendieron su certificado. No teniendo la justicia nada que ver en la muerte de
Harry Drake, se habían dado las órdenes oportunas para que los últimos deberes para con
él se llevaran a cabo en tierra.
En aquel instante el estadista Cokburu, que no me había hablado en todo el viaje, se
acercó a mí y me dijo:
-¿Sabéis cuántas vueltas han dado las ruedas durante la travesía?
-No -le respondí.
-¡Cien mil setecientas veintitrés!
-¿Qué me contáis? ¿Y la hélice?
-¡Seiscientas ocho mil ciento treinta!
-Muchas gracias.
Y el estadista se alejó sin decirme adiós.
Fabián y Corsican se reunieron conmigo. El primero me estrechó la mano con efusión.
-¡Elena -me dijo-, Elena recobrará la razón! ¡Ha tenido un momento de lucidez! ¡Ah!
¡Dios es justo! ¡Le devolverá el juicio por completo!
Al hablar así, Fabián sonreía al porvenir. En cuanto a Corsican, me abrazó sin
ceremonias, pero con rudeza.
-Hasta la vista -me gritó al tomar puesto en el ténder en que se hallaban Fabián y Elena,
bajo la custodia de la hermana del capitán Macelwin, que había salido a recibirle.
El ténder se alejó, llevando aquel primer grupo de pasajeros al desembarcadero de la
Aduana.
Le miré alejarse. Al ver a Elena entre Fabián y su hermana, no me quedó duda de que el
amor, los cariñosos cuidados, llegarían a conseguir que aquella pobre alma extraviada por
el dolor recobrara su modo natural de ser.
De pronto recibí un abrazo. Me lo daba el doctor Pitferge.
-¿Qué vais a hacer? -me dijo.
-Puesto que el Great-Eastern no parte hasta dentro de ciento noventa y dos horas, y
debo volver a embarcarme en él, tengo ocho días que pasar en América. Esos ocho días,
bien aprovechados, bastan para ver Nueva York, el Hudson, el valle del Mohawk, el lago
Erie, el Niágara y todo ese país cantado por Cooper.

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