Una ciudad flotante (Julio Verne) Libros Clásicos

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Emprendíamos la marcha. Subí a
las terrazas superiores. En la proa había una casa brillantemente pintada: era la cámara de
los timoneles. Cuatro hombres vigorosos estaban junto a los radios de la doble rueda del
gobernalle. Después de un paseo de algunos minutos, bajé a cubierta entre las calderas ya
rojas, de donde se escapaban pequeñas llamas azules, al impulso del aire que despedían
los ventiladores. Del Hudson, no me era posible ver nada. La niebla que avanzaba con la
noche, «podía cortarse con cuchillo». El Saint-John se hinchaba en la sombra como un
formidable mastodonte. Apenas se distinguían las lucecillas de los pueblos situados a
orillas del do y los faroles de los barcos de vapor que remontaban las oscuras aguas,
dando terribles silbidos.
A las ocho, entré en el salón. El doctor me llevó a cenar a una magnífica fonda
instalada en el entrepuente y servida por un ejército de criados negros. Dean Pitferge me
hizo saber que el número de viajeros pasaba de 4.000, entre los cuales se contaban 1.500
emigrantes, alojados en la parte baja del barco. Terminada la cena, fuimos a acostarnos a
nuestro cómodo camarote.
A las once, me despertó un especie de choque. El barco se había parado, pues el capitán
no, se atrevía a navegar al través de tan densas tinieblas. Anclado en el canal, el enorme
buque se durmió tranquilamente sobre sus anclas.
El Saint-John prosiguió su marcha a las cuatro de la mañana. Me levanté y fui a la
galería de proa. La lluvia había cesado; las nubes se elevaban; aparecieron las aguas del
río y después las orillas; la derecha accidentada, cubierta de árboles verdes y de arbustos
que le daban el aspecto de un largo cementerio; en último término, altas colinas limitaban
el horizonte con una graciosa línea. Al contrario, en la: orilla izquierda sólo había
terrenos llanós y fangosos. En el cauce núsmo del río, muchas goletas aparejaban para
aprovechar la primera brisa, y los vapores remontaban la rápida corriente del Hudson.
Pitferge había ido a buscarme a la galería.
-Buenos días, compañero -me dijo después de aspirar con fuerza el aire fresco-; sabed
que esta maldita niebla ha modificado mi programa, pues no llegaremos a Albany a
tiempo de tomar el primer tren

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