Una ciudad flotante (Julio Verne) Libros Clásicos

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las orillas, le preservan del balanceo. Los cables que lo sostienen, formado cada uno por
4.000 alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y pueden soportar un peso de 12.400
toneladas. Inaugurado en 1855, costó 500.000 dólares. Cuando llegábamos a la mitad del
puente, pasó un tren sobre nuestras cabezas, sentimos cómo el tablero se hundía más de
un metro bajo nuestros pies.
Un poco aguas abajo de este puente está el sitio por donde Blondin pasó el Niágara, por
una cuerda tirante, de orilla a orilla; no lo atravesó, pues, por encima de las cataratas.
Pero no por eso era la empresa menos arriesgada. Pero si mister Blondin nos asombra por
su audacia, ¿no debe admirarnos más el amigo que, montado en su espalda le
acompañaba en aquel paseo aéreo?
-Debía ser un glotón -dijo el doctor-, porque Blondin hacía las tortillas admirablemente,
sobre su cuerda tirante.
Estábamos ya en la orilla canadiense; subimos por la orilla izquierda del Niágara, para
ver las cascadas bajo otro aspecto.
Media hora después, entrábamos en una fonda inglesa, donde el doctor hizo servir un
desayuno conveniente. Recorrí el libro de los viajeros, en el cual figuran multitud de
nombres. Entre ellos estaban los siguientes: Roberto Peel, lady Franklin, conde de Paris,
principe de Joinville, Luis Napole6n (1846), Barnum, Mauricio Sand (1865), Agassis
(1854), Almonte, principe Hohenlohe, Rothschild, lady Engin, Burkardt (1862), etc...
Terminado el almuerzo, el doctor dijo:
-¡Ahora vamos a ver las cataratas por debajo!
Le seguí. Un negro nos condujo a un vestuario donde nos dio un pantalón y una
esclavina impermeables y un soinbrero de hule. Así vestidos, el negro nos guió por un
sendero resbaladizo, surcado por desagües ferruginosos, obstruidos en muchos puntos por
piedras negras con afiladas aristas, hasta que llegamos al nivel inferior del Niágara.
Pasamos después, por entre vapores de agua pulverizada, a colocarnos debajo de la gran
catarata, que caía por delante de nosotros como el telón de un teatro por delante de los
actores. ¡Pero qué teatro! ¡Qué corrientes tan impetuosas formaban las capas de aire, vio-
lentamente desalojadas! Mojados, ciegos, ensordecidos, no podíamos vernos ni oírnos, en
aquella caverna tan herméticamente cerrada por las láminas líquidas de la catarata, como
si la Naturaleza la hubiera cubierto con un muro de granito

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