Viaje al centro de la Tierra (Julio Verne) Libros Clásicos

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las tierras livianas y grises de ciertas grutas, en Francia, Suiza y Bélgica, como asimismo
armas, herramientas, utensilios y osamentas de niños, adolescentes, adultos y ancianos.
La existencia del hombre cuaternario afirmábase, pues, más cada día.
Pero no era esto sólo. Nuevos despójos exhumados del terreno terciario plioceno habían
permitido a otros sabios más audaces aún asignar a la raza humana una antigüedad muy
remota. Cierto que estos despójos no eran osamentas del hombre, sino productos de su
industria, como tibias y fémures de animales lósiles, estriados de un modo regular,
esculpidos, por decirlo así, y que ostentaban señales evidentes del trabajo humano.
El hombre, pues, subió de un solo salto en la escala de los tiempos un gran número de
siglos; era anterior al mastodonte y contemporáneo del elephas meridionalis; tenía, en
una palabra, cien mil años de existencia, toda vez que ésta es la antiguedad asignada por
los más afamados geólogos a la formación de los terrenos pliocénicos.
Tal era a la sazón el estado de la ciencia paleontológica, y lo que conocíamos de ella
bastaba para explicar nuestra actitud en presencia de aquel osario del mar de Lidenbrock.
Se comprenderán, pues, fácilmente el júbilo y la estupefacción de mi tío, sobre todo
cuando, veinte pasos más adelante, encontró frente a sí un ejemplar del hombre
cuaternario.
Era un cuerpo humano perfectamente reconocible. ¿Había sido conservado durante
tantos siglos por un suelo de naturaleza especial, como el del cementerio de San Miguel,
de Burdeos? No sabría decirlo. Pero aquel cadáver de piel tersa y apergaminada, con los
miembros aún jugosos -por lo menos a la vista-, con los dientes intactos, la cabellera
abundante y las uñas de los pies y de las manos prodigiosamente largas, se presentaba
ante nuestros ojos tal como había vivido.
Quedé sin hablar ante aquella aparición de un ser de otra edad tan remota. Mi tío, tan
locuaz y discutidor de costumbre, enmudeció también. Levantamos aquel cadáver, lo
enderezamos después; palpábamos su torso sonoro, y él parecía mirarnos con sus órbitas
vacías.
Tras algunos instantes de silencio, el catedrático se sobrepuso al tío. Otto Lidenbrock,
dejándose llevar de su temperamento, olvidó las circunstancias de nuestro viáje, el medio
en que nos hallábamos, la inmensa caverna que nos cobijaba; y, creyéndose sin duda en

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