Viaje al centro de la Tierra (Julio Verne) Libros Clásicos

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nuevamente.
-¿Diez minutos?
-Sí. Nos hallamos en un volcán de erupción intermitente, que nos deja respirar al
mismo tiempo que él.
Así sucedió en efecto. A los diez minutos justos, fuimos empujados de nuevo con una
velocidad asombrosa.
Era preciso agarrarse fuertemente a las tablas para no ser despedidos de la balsa.
Después, cesó otra vez la impulsión.
Más tarde he reflexionado acerca de este extraño fenómeno, sin podérmelo explicar de
un modo satisfactorio. Sin embargo, me parece evidente que no nos encontrábamos en la
chimenea principal del volcán, sino en algún conducto accesible donde repercutían los
fenómenos que en aquélla tenían efecto.
No puedo precisar cuántas veces repitióse esta maniobra; lo que sí puedo decir es que,
cada vez que se reproducía el movimiento, éramos despedidos con una violencia mayor
recibiendo la impresión de ser lanzados dentro de un proyectil.
-Mientras permanecíamos parados, me asfixiaba; y, durante las ascensiones, el aire
abrasador me cortaba la respiración. Pensé un instante en el placer inmenso de volverme
a encontrar súbitamente en las regiones hiperboreales a una temperatura de 30° bajo cero.
Mi imaginación exaltada paseábase por las llanuras de nieve de las regiones árticas, y
anhelaba el momento de poderme revolcar sobre la helada alfombra del polo.
Poco a poco, mi cabeza, trastornada por tan reiteradas sacudidas, extravióse, y a no ser
por los brazos vigorosos de Hans, en más de una ocasión me habría destrozado el cráneo
contra la pared de granito.
No he conservado ningún recuerdo preciso de lo que ocurrió durante las horas
siguientes. Tengo una idea confusa de detonaciones continuas, de la agitación del macizo
de granito, del movimiento giratorio que se apoderó de la balsa, la cual se balanceaba
sobre las olas de lava, en medio de una lluvia de cenizas. Envolviéronla llamas
crepitantes. Un viento huracanado, como despedido por un ventilador colosal activaba los
fuegos subterráneos.
Por vez postrera vi el semblance de Hans alumbrado por los resplandores de un
incendio, y no experimenté más sensación que el espanto siniestro del hombre condenado
a morir atado a la boca de un cañón, en el momento en que sale el tiro y disperso sus
miembros por el aire.

XLIV
Cuando volví a abrir los ojos, me sentí asido por la cintura por la mano vigorosa de

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