Jane Eyre (Charlotte Bronte) Libros Clásicos

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Si yo, al menos, hubiera sido una niña juguetona, guapa, alegre y atrayente, mi tía me hubiera soportado mejor, sus hijos me hubieran tratado con más cordialidad y las criadas no hubieran descargado siempre sobre mí todos sus malos humores.
La luz del día comenzaba a disiparse en el cuarto rojo. Eran más de las cuatro y la tarde se convertía, rápida, en crepúsculo. Yo oía aullar el viento y batir la lluvia en las ventanas. Mi cuerpo estaba ya tan frío como una piedra y, no obstante, cada vez sentía un frío mayor. Todo mi valor de antes se esfumaba. Mi acostumbrada humillación, las dudas que albergaba sobre mi propio valor, la habitual depresión de mi ánimo, recuperaban su imperio de siempre a medida que mi cólera decaía. Todos decían que yo era muy mala, y acaso lo fuese... ¿No acababa de ocurrírseme la idea de dejarme morir? Eso era un pecado y, además, ¿me sentía en efecto dispuesta a la muerte? ¿Acaso las tumbas situadas bajo el pavimento de la iglesia de Gateshead eran un lugar atractivo? Allí me habían dicho que fue enterrado Mr. Reed. Este recuerdo hizo aumentar mi temor.
No me acordaba de él. Sólo sabía que mi tío, hermano de mi madre, me había recogido en su casa al quedarme huérfana y que, antes de morir, hizo prometer a su mujer que me trataría como a sus propios hijos. Sin duda, Mrs. Reed creía haber cumplido su promesa -y hasta quizá quepa decir que la cumplía tanto como se lo permitía su modo de ser-, pero en realidad, ¿cómo había de interesarse por una persona a la que no le unía parentesco alguno y que, muerto su marido, era una intrusa en su casa?
Comenzó a surgir en mi mente una extraña idea. Yo no dudaba de que, si mi tío hubiera vivido, me habría tratado bien. Y en aquellos momentos, mientras miraba al lecho y las paredes sombrías, y también, de vez en cuando, al espejo que daba a todas las cosas un aspecto fantástico, empecé a rememorar ocasiones en las que oyera hablar de muertos salidos de sus tumbas para vengar la desobediencia a sus últimas voluntades. Pensé que bien pudiera suceder que el espíritu de mi tío, indignado por los padecimientos que se infligían a la hija de su hermana, surgiese, ya de la tumba de la iglesia, ya del mundo desconocido en que moraba, y se presentase en aquella habitación para consolarme.

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