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Las dos más jóvenes (lindas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban magníficos sombreros de castor gris, muy de moda entonces, adornados con plumas de avestruz, y de sus sienes pendían innúmeros tirabuzones cuidadosamente rizados. La señora de más edad vestía un costoso chal de terciopelo forrado de armiño y llevaba un postizo de tirabuzones rizados, a la francesa.
Las visitantes -Mrs. y Misses Brocklehurst- fueron deferentemente acogidas por Miss Temple y acomodadas en asientos de honor. Debían de haber venido en coche con su reverendo esposo y padre y, al parecer, habían procedido a examinar los cuartos de arriba, mientras él se dedicaba a verificar las cuentas del ama de llaves y la lavandera. Dirigieron varias observaciones y reproches a Miss Smith, encargada de la ropa blanca y de la limpieza de los dormitorios. Pero yo no pude oírlas, porque otros temas requerían mi atención más inmediata.
Mientras Mr. Brocklehurst daba instrucciones a Miss Temple, yo no había descuidado lo concerniente a mi seguridad personal, seguridad sólo garantizable si me ponía a salvo de miradas ajenas. Para ello procuré sentarme en la última fila de la clase y, fingiendo estar absorta en mis cuentas, coloqué la pizarra de modo que ocultase mi rostro. Pero no había contado con lo imprevisto: la traidora pizarra se me deslizó, no sé cómo, de entre las manos y cayó al suelo con ominoso ruido. Todas las miradas se concentraron en mí. Mientras me inclinaba para recoger los dos fragmentos en que se había convertido la pizarra, reuní todas mis fuerzas y me preparé para lo peor.
-¡Qué niña tan descuidada! -dijo Mr. Brocklehurst.
Y, enseguida, añadió-: Ya veo que es la alumna nueva. Tengo que decir dos palabras respecto a ella. Manden venir aquí a esa niña -agregó, tras un silencio que me pareció interminable.
Yo estaba tan paralizada, que por mí sola no hubiera podido moverme, pero dos muchachas mayores que se sentaban a mi lado me obligaron a levantarme para comparecer ante el terrible juez.
Al pasar junto a Miss Temple la oí cuchichear:
-No tengas miedo, Jane. Has roto la pizarra por casualidad. No te castigarán.
Pero aquellas palabras no me tranquilizaron. «Dentro de un minuto, todas me tendrán por una despreciable hipócrita», pensaba yo.
Y un impulso de ira contra Mrs. Reed, Mr. Brocklehurst y demás enemigos míos se levantaba en mi corazón. Yo no era Helen Burns.
-Póngala en ese asiento -dijo Brocklehurst señalando uno muy alto del que acababa de levantarse una instructora.