Página 32 de 57
Pero no sois tal hombre. Antes bien parecéis esmerado en el vestir, como quien ama su propia persona mucho más que lo que pareciera amar a otra. ORLANDO.- Hermoso joven, quisiera poder convencerte de que amo. ROSALINDA.- ¡Convencerme! Más fácil sería convencer a la que amáis; lo cual, os aseguro, ella no confesaría por más que lo creyera; y éste es uno de los puntos en que las mujeres desmienten su conciencia. Pero, en toda seriedad ¿sois vos quien cuelga en los árboles los versos en que se alaba tanto a Rosalinda? ORLANDO.- Te juro, joven, por la casta mano de Rosalinda, que ese desgraciado soy yo, yo mismo. ROSALINDA.- ¿Pero estáis realmente tan enamorado como lo dicen vuestros versos? ORLANDO.- No hay rima ni discurso que lo puedan expresar tanto como es. ROSALINDA. - El amor no es más que una locura, y os aseguro que merece tanto una celda obscura y un látigo, como los otros alienados. Y si alguna causa hay para que así no se les castigue y cure, es el ser la locura tan general que hasta los azotadores andan enamorados. No obstante, estoy seguro de curarla con mis consejos. ORLANDO.- ¿Habéis curado así a alguien? ROSALINDA.- Sí, a uno. Convinimos en que se imaginaría que yo era su amante, su Dulcinea, y le puse a hacerme la corte cada día; en cuya ocasión, yo, que era un chiquillo caprichoso, aparecía triste, afeminado, antojadizo, soberbio, fantástico, de mal humor, frívolo, inconstante, ya lleno de sonrisas, ya de lágrimas; dando algo para cada pasión, y verdaderamente todo para la carencia de pasión, como que muchachos y mujeres son a este respecto gana-do de la misma pinta; tan pronto gustaba de él como le aborrecía; ya buscaba su conversación, ya huía de su compañía; ora lloraba por él, ora le ultrajaba; de manera que lo hice pasar de su furiosa locura de enamorado, a una locura mansa, cual fue la de alejarse del torrente mundano para refugiarse en el arroyuelo monástico, Así lo curé; y así me comprometo a curaros, dejando vuestro corazón más limpio que el de un borrego sano, sin que quede en él ni la más pequeña mancha de amor. ORLANDO.- No querría ser curado, mancebo. ROSALINDA.- Pues os curaré, si solamente consentís en llamarme Rosalinda, y en venir todos los días a mi ejido a hacerme la corte. ORLANDO.- Bien. A fe de mi amor, que lo haré.