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Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta
después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró moverse ni
un milímetro del sitio donde se encontraba.
-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe
para volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el vuelo. Esto es
exactamente lo mismo. Ahora intentalo otra vez...
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrado los ojos, concentrado, como un
relámpago comprendió de pronto lo que Chiang habíale estado diciendo.
-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se
estremeció de alegría.
-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente
distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos soles
gemelos y amarillos giraban en lo alto.
-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo mas
de trabajo...
Juan se quedó pasmado.
-¿Dónde estamos?
En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor ignoró la pregunta.
-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella
doble por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba pronunciado desde
que dejara la Tierra:
-¡RESULTO!
-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se
hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control...
Cuando volvieron, había anochecido.