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Yo vendré a eso de las doce y llamaré.
-Está bien.
Manuel comió otra ración de pan y queso y dio un paseo por las calles, y entrada la noche volvió al taller. Hacía frío allá arriba, más frío que en la calle. Se acercó a tientas al sofá y se tendió y esperó a que viniera el escultor. Cerca de la una llamó y le abrió Manuel.
Álex venía ceñudo. Se metió en su alcoba, encendió una vela y anduvo paseando por el estudio hablando solo.
-Ese imbécil de Santiuste -le oyó murmurar Manuel-, que dice que el no concluir una obra de arte es señal de impotencia. ¡Y me miraba a mí! Pero ¿por qué le haré yo caso a ese idiota?
Nadie pudo dar al escultor una contestación satisfactoria, y siguió paseando por el cuarto, lamentándose en voz alta de la estupidez y de la envidia de sus compañeros.
Después, ya apaciguada su cólera, cogió la bujía, la acercó al grupo de «Los explotados» y lo miró durante largo tiempo con curiosidad. Vio que Manuel no dormía, y le preguntó cándidamente:
-¿Has visto tú algo más colosal que esto?
-Es una cosa muy rara -contestó Manuel.
-¡Sí es! -replicó Álex-. Tiene la rareza de todo lo genial. Yo no sé si habrá alguien en el mundo capaz de hacer esto. Quizá Rodin ¡Hum!..., ¿quién sabe? ¿Dónde te figuras tú que pondría yo este grupo?
-No sé.
-En un desierto. Sobre un pedestal de granito cuadrado, tosco, sin adornos. ¡Qué efectos produciría!, ¿eh?
-Ya lo creo.
El asombro de Manuel lo tomó Álex por admiración, y con la bujía en la mano fue quitando los paños que cubrían sus estatuas y enseñándoselas.