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Hoy solamente, han reci-
bido por primera vez a un viajero llegado anoche, un ancia-
no, amigo suyo a lo que parece. Le han convidado a cenar, y
están en la mesa en este momento; puede usted pensar cómo
me acogerían si faltase a la consigna.
-Esté usted seguro de que será levantada para mí en
cuanto me anuncie, porque yo también soy un amigo como
ese anciano.
-¡Oh! no, no como él; es un viejo cuya visita no puede
alarmar al señor Conde.
-¿Está en Turín el señor de Entremont? preguntó viva-
mente el desconocido.
-Hace mucho tiempo que se volvió a su regimiento.
-¿Y cree usted que mi visita le alarmaría?
-Se dice que es terriblemente celoso.
Dalassene, pues nuestros lectores le habrán reconocido
bajo el disfraz con que se había disimulado, no hizo caso de
esta última frase. El joven se estaba preguntando por qué
medio vencería la resistencia que se le oponía. Gracias a la
misión que desempeñaba en Saboya con otros miembros de
la Convención, había sabido por informes de la policía que la
de Entremont se había refugiado en Turín. Resuelto a inten-
tar verla, había maniobrado hábilmente para ser nombrado
por sus colegas a fin de ir a reanimar en el Piamonte el celo
de los partidarios de la República y a excitarles a la rebelión
contra su rey. Salido en secreto de Chambery, había podido
H A C I A E L A B I S M O
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pasar la frontera, haciéndose pasar, gracias a su conocimiento
de la lengua italiana, por un súbdito piamontés.
Roberto llegaba, pues, al término de su viaje, del que era
pretexto la política, pero cuyos peligros le hacía afrontar so-
lamente el amor; peligros formidables, estando el Piamonte
en guerra con Francia. Después de haberse ilusionado con la
idea de ver a Lucía, no quería marcharse sin verla, así es que,
lejos de dejarse convencer por los argumentos del portero,
trató de refutarlos.
-Le repito a usted, amigo, que la señora de Entremont
me recibirá como ha recibido a ese anciano que está cenando