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Pero ¿qué muralla es ésa? Evidentemente, son las leyes naturales, los resultados de las ciencias exactas, de las matemáticas. Si les demuestran a ustedes, por ejemplo, que descienden del mono, será inútil que tuerzan el gesto: tendrán que aceptarlo. Si les prueban que una sola gota de su propia grasa debe ser más estimable para ustedes que cien mil del prójimo y que a eso van a parar todas las virtudes, todas las obligaciones y otras fantasías y prejuicios, no tendrán más remedio que admitirlo, porque dos y dos son cuatro. Esto pertenece al dominio de las matemáticas, y no hay discusión posible.
«¡Perdone! -gritará alguien-. Usted no puede protestar: dos y dos son cuatro. A la naturaleza no le preocupan las pretensiones de usted; no le preocupan sus deseos; no le importa que sus leyes no le convengan a usted. Está usted obligado a aceptarla tal como es y a aceptar todo lo que procede de ella. El muro es un muro...», etcétera. Pero ¿qué importan, Dios mío, las leyes de la naturaleza y la aritmética si, por una razón u otra, esas leyes y ese «dos y dos son cuatro» no me complacen? Evidentemente, no podré romper ese muro con la cabeza, ya que mis fuerzas no bastan para ello; pero me niego a humillarme ante ese obstáculo por la única razón de que sea un muro de piedra y yo no tenga fuerzas para calvario.
¡Como si ese muro pudiera procurarme alguna paz! ¡Como si uno pudiera reconciliarse con lo imposible por la sola razón de que se funda sobre el «dos y dos son cuatro»! ¡Es el mayor absurdo que puede concebirse!
¡Cuánto más penoso es comprenderlo todo, tener conciencia de todas las imposibilidades, de todos los muros de piedra, y no humillamos ante ninguna de esas imposibilidades, ante ninguna de esas murallas si ello nos repugna! ¡Cuánto más penoso es llegar, siguiendo las deducciones lógicas más ineludibles, a la posición más desesperante respecto a ese tema eterno de nuestra parte de responsabilidad en la muralla de piedra (aunque está claro hasta la evidencia que no tenemos nada que ver con eso), y, en consecuencia, sumergimos, en silencio pero rechinando los dientes con voluptuosidad, en la inercia, sin dejar de pensar que ni siquiera podemos rebelarnos contra nadie, porque, en suma, no tenemos enfrente a nadie! ¡Y nunca lo tendremos, porque todo es una farsa, un engaño, un galimatías! No sabemos «qué» ni «quién», pero, a pesar de todos esos engaños y de toda nuestra ignorancia, sufrimos, y tanto más cuanto menos comprendemos.