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La veía innoble, e incluso consideraba que tenía cierta expresión cobarde y vil. y justamente por eso, al entrar por la mañana en la cancillería, hacía un gran esfuerzo para adoptar un aire independiente y, temiendo que me creyeran cobarde, trataba de dar a mi rostro una expresión lo más noble posible. «Mi cara no es hermosa -me decía-. Es preciso, pues, que sea por lo menos noble, expresiva y, sobre todo, inteligente en extremo.» Y yo sabía -estaba dolorosamente seguro- que jamás mi rostro conseguiría reflejar estas hermosas cualidades. Pero lo peor era que mi cara me parecía estúpida. Al fin y al cabo, me habría contentado con la inteligencia. Incluso habría transigido con una expresión vil, con tal que fuese también inteligente.
Naturalmente, odiaba y despreciaba a todos los empleados de la cancillería, desde el primero hasta el último; pero creo que, al mismo tiempo, los temía. A veces, incluso los colocaba por encima de mí. Estas cosas ocurren siempre en mí repentinamente: tan pronto desprecio a una persona como la elevo sobre el pavés. El hombre honrado y culto no debe ser vanidoso si no extrema el rigor consigo mismo y se desprecia a veces hasta el odio. Pero yo, cualesquiera que fuesen mis sentimientos de desprecio y de respeto, bajaba los ojos siempre ante todo el mundo. Incluso hacía de vez en cuando experimentos. ¿Sería capaz de soportar la mirada de éste o aquél? Pero todas las veces bajaba la mirada. Aquello me atormentaba hasta la locura.
Tenía también un temor enfermizo a parecer grotesco, y precisamente por eso profesaba una adoración servil por la rutina en todo lo concerniente a la vida externa, seguía con gran precisión el surco de la vida ordinaria y me aterraba reconocer que cometía cualquier irregularidad. Pero ¿cómo podía resistir? Mi inteligencia se había desarrollado morbosamente, como es propio de las inteligencias de nuestra época. En cuanto a mis compañeros, todos eran estúpidos y se parecían como ovejas. Si yo era el único que me consideraba un cobarde, un esclavo, era quizá justamente porque mi inteligencia estaba más desarrollada.
Pero no se trataba de una simple ilusión: yo era efectivamente un cobarde, un esclavo. Digo esto sin rubor alguno. En nuestra época, todo hombre decente es forzosamente cobarde y un esclavo. Tal es su estado normal. Estoy enteramente convencido de ello. El hombre está constituido para ser así.