La fuerza de la sangre (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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No quiero desesperarme, porque te costará poco el dármele; y es éste: mira, no aguardes ni confíes que el discurso del tiempo temple la justa saña que contra ti tengo, ni quieras amontonar los agravios: mientras menos me gozares, y habiéndome ya gozado, menos se encenderán tus malos deseos. Haz cuenta que me ofendiste por accidente, sin dar lugar a ningún buen discurso; yo la haré de que no nací en el mundo, o que si nací, fue para ser desdichada. Ponme luego en la calle, o a lo menos junto a la iglesia mayor, porque desde allí bien sabré volverme a mi casa; pero también has de jurar de no seguirme, ni saberla, ni preguntarme el nombre de mis padres, ni el mío, ni de mis parientes, que, a ser tan ricos como nobles, no fueran en mí tan desdichados. Respóndeme a esto; y si temes que te pueda conocer en la habla, hágote saber que, fuera de mi padre y de mi confesor, no he hablado con hombre alguno en mi vida, y a pocos he oído hablar con tanta comunicación que pueda distinguirles por el sonido de la habla.
La respuesta que dio Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no fue otra que abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto y en ella su deshonra. Lo cual visto por Leocadia, con más fuerzas de las que su tierna edad prometían, se defendió con los pies, con las manos, con los dientes y con la lengua, diciéndole:
-Haz cuenta, traidor y desalmado hombre, quienquiera que seas, que los despojos que de mí has llevado son los que podiste tomar de un tronco o de una coluna sin sentido, cuyo vencimiento y triunfo ha de redundar en tu infamia y menosprecio.

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