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-Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda hacer daño, después de encender las lamparillas de noche?
-No, mi vida, -dijo ella-,,son los ojos que una madre deja para proteger a sus hijos.
Fue de cama en cama cantándoles cosas bonitas y el pequeño Michael le echó los brazos al cuello.
-Mamá -exclamó-, estoy contento de tenerte.
Fueron las últimas palabras que le oiría pronunciar durante mucho tiempo.
El número 27 sólo estaba a unas cuantas yardas de distancia, pero había caído una ligera nevada y los padres Darling caminaron con cuidado para no mancharse los zapatos. Ya eran las únicas personas que había en la calle y todas las estrellas los observaban. Las estrellas son hermosas, pero no pueden participar activamente en nada, tienen que limitarse a observar eternamente. Es un castigo que les fue impuesto por algo que hicieron hace tanto tiempo que ninguna estrella se acuerda ya de lo que fue. Por ello, a las más viejas se les han puesto los ojos vidriosos y rara vez hablan (el parpadeo es el lenguaje de las estrellas), pero las pequeñas todavía sienten curiosidad. No es que sean realmente amigas de Peter, el cual tiene la traviesa costumbre de acercarse sigilosamente por detrás y tratar de apagarlas de un soplido, pero como les gusta tanto divertirse, esta noche se pusieron de su parte y estaban deseando que los mayores se quitaran de en medio. De modo que en cuanto la puerta del 27 se cerró tras el señor y la señora Darling hubo una conmoción en el firmamento y la más pequeña de todas las estrellas de la Vía Láctea gritó:
-¡Ahora, Peter!
3. ¡Vámonos, Vámonos!
Durante un rato después de que el señor y la señora Darling se fueran de la casa, las lamparillas que estaban junto a las camas de los tres niños siguieron ardiendo alegremente.