El criterio (Jaume Balmes) Libros Clásicos

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§ XVI
La vanidad
     El simplemente vano no irrita; excita a compasión, presta pábulo a la sátira. El infeliz no desprecia a los demás hombres; los respeta, quizá los admira y teme. Pero padece una verdadera sed de alabanza, y no como quiera, sino que necesita oírla él mismo, asegurarse de que, en efecto, se le alaba; complacerse en ella con delectación morosa y corresponder a las buenas almas que le favorecen, expresando con una inocente sonrisita su íntimo goce, su dicha, su gratitud.
     ¿Ha hecho alguna cosa buena? ¡Ah! Habladle de ella, por piedad, no le hagáis padecer. ¿No veis que se muere por dirigir la conversación hacia sus glorias? ¡Cruel!, que os desentendéis de sus indicaciones, que con vuestra distracción, con vuestra dureza, le obligaréis a aclararlas más y más, hasta convertirlas en súplicas.
     En efecto; ¿ha gustado lo que él ha dicho, o escrito, o hecho? ¡Qué felicidad!; y es necesario que se advierta que fue sin preparación, que todo se debió a la fecundidad de su vena, a una de sus felices ocurrencias. ¿No habéis notado cuántas bellezas, cuántos golpes afortunados? Por piedad, no apartéis la vista de tantas maravillas, no introduzcáis en la conversación especies inconducentes; dejadle gozar de su beatitud.
     Nada de la altivez satánica del orgulloso; nada de hipocresía; un inexplicable candor se retrata en su semblante; su fisonomía se dilata agradablemente; su mirada es afable, es dulce; sus modales, atentos; su conducta, complaciente; el desgraciado está en actitud de suplicante; teme que una imprudencia le arrebate su dicha suprema. No es duro, no es insultante, no es ni siquiera exclusivo; no se opone a que otros sean alabados: sólo quiere participar

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