El Caballero de la Maison Rouge (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Transcurría un momento de calma. El volcán montañés reposaba antes de devorar a los girondinos.
Maurice sentía el peso de esta calma como se siente la pesadez de la atmósfera en tiempo de tormenta. La holganza le entregaba al ardor de un sentimiento que, si no era el amor, se le parecía mucho y decidió, pese al juramento que había hecho, ensayar una última tentativa.
Había madurado mucho una idea: ir a la sección del Jardín des Plantes y pedir informes al secretario. Pero le contuvo el temor de que su bella desconocida estuviera mezclada en alguna intriga política y una indiscreción suya pudiera hacer rodar su cabeza por el cadalso.
Entonces decidió intentar la aventura solo y sin ningún informe.
Su plan era muy simple: las listas colocadas en cada puerta le proporcionarían los primeros indicios, y los interrogatorios a los porteros terminarían de aclarar el misterio.
Aunque desconocía el nombre de la joven, pensaba que estaría en consonancia con su aspecto y pensaba deducirlo por analogía.
Se puso una casaca de paño oscuro y basto, se caló el gorro rojo de los grandes días y partió para su exploración sin advertir a nadie. Llevaba en la mano un garrote nudoso, y en el bolsillo su credencial de secretario de la sección Lepelletier.
Recorrió la calle Saint-Victor y la Vieille-Saint-Jacques, leyendo todos los nombres escritos en el entrepaño de cada puerta. Se encontraba en la centésima casa, sin la menor pista de su desconocida, cuando un zapatero, viendo la impaciencia pintada en su rostro, abrió su puerta, salió y mirándole por encima de las gafas le preguntó si quería algún informe sobre los inquilinos de la casa, estaba dispuesto a contestarle y conocía a todo el mundo en el barrio. Maurice le dijo que buscaba a un amigo curtidor llamado René.
-En ese caso -dijo un burgués que acababa de detenerse allí y que miraba a Maurice con cierta
sencillez, no exenta de desconfianza-, lo mejor es dirigirse al patrón.
El zapatero corroboró las palabras del burgués, que se llamaba Dixmer y era director de una curtiduría con más de cincuenta obreros y, por tanto, podría informar a Maurice; éste se volvió al burgués, que era un hombre alto, de rostro plácido y llevaba un traje de una riqueza que denunciaba al industrial opulento.
El burgués le dijo que era necesario saber el apellido del amigo que buscaba, y Maurice aseguró que no lo sabía.

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