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Pero mi madre cortó por lo sano. Yo no me decidía a descender al valle de Concienes, que así se llamaba, por miedo de encontrarme con las dueñas del Castillo, y mi madre resolvía de plano poniéndome sobre la cama la ropa nueva, el traje que acababa de enviarme el sastre de la ciudad, y una brillante camisola; todo con el fin de que me vistiera para ir a visitar a las de Pombal.
-Pero, madre, si yo no las conozco.
-Pero las conozco yo, hijo. Tu padre fue compañero de armas del suyo. Yo traté mucho a su tía y a ellas las tuve en brazos cuando eran chiquillas, es decir, tuve a la mayor, porque a la otra no la conozco tampoco: nació después que la familia se marchó de esta tierra. Y cuando volvieron ya huérfanas, no fui a verlas... por lo que ya sabes: porque yo lloraba lo mío, y el mundo entonces me importaba dos co-minos. Hice mal: fui egoísta: debí visitarlas, debí estrechar relaciones con las desgraciadas hijas del amigo de tu padre. Ello fue que no las estreché. Algunos años les he enviado cestas de fruta y tortas muy finas; pero nunca fui por allá.
-¿Y ellas? ¿Por qué no vienen ellas?
-¿Ellas? Es verdad. Podían haber venido ellas. Pero ya ves: los cumplidos. Yo era la que debía ir allá primero. No empezando yo... ellas no podían saber si quería o no tratarlas. Además, esto es lo que se usa. Las chicas no sé si serán así; pero lo que es la tía, que ya debe de estar chocha porque es muy vieja, tiene esto de los cumplidos por una religión. Es muy fina, muy buena; pero la etiqueta lo primero.
-Sí: además recuerdo haberte oído que tiene ciertos humos aristocráticos.
-No, humos no; no se puede decir humos. Es más bien una manía... que no ofende. Que se cree más que uno porque es parienta de una porción de condes y marqueses... vaya, eso es seguro. Pero no importa: ni se da tono, ni esas ideas le sirven para nada malo.