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Dichoso el que ha merecido
llegar a tocar la esfera
por donde a rayos y visos
alumbran luces de oro
esos orbes cristalinos,
ese sol, planeta humano,
noble envidia del divino.
ISABEL: Basta, Juan Bautista, basta;
y, si hasta aquí le has tenido
por tal, ya no es sol, planeta
de resplandores vestido,
de rayos sí, fulminados
dentro de mi pecho mismo,
donde son iras las luces
que el viento ilumina en giros.
En vano es, necio, grosero,
que loco y desvanecido
al sol que dices llegaste
tan engañado al altivo
vuelo que hoy te da sepulcro,
sin ser tálamo de vidrio,
en las cenizas de un pecho
que ya es cárcel del olvido.
¿Quién de los agravios hechos
alevosamente hizo
lisonja? ¿Torpes venganzas
son méritos y servicios
para conquistar mi amor?
Si te hallabas ofendido
de mi hermano, con la espada,
cuerpo a cuerpo, en desafío
fuera digno desagravio,
y de más favores digno;
pero con la lengua no.
Mas no me espanto ni admiro
que a las espaldas se venguen
cobardes que no han podido
cara a cara. Esta mudanza
ha ocasionado aquel dicho;
porque ¿a quién no desobliga
un ruin trato, un mal estilo?
Vase
JUAN: ¡Escucha, Isabel!
CASILDA: Con causa
se queja.
Vase
JUAN: ¡Infeliz he sido!
Por donde pensé ganar
más a Isabel, la he perdido.
¡A cuántos, cielos, a cuántos
han muerto los beneficios!
PEDRO: Si es que te deja el pesar
libre y en tu entero juicio,
da los brazos al que ausente
por tu causa ha padecido
un destierro y muchos sustos.
JUAN: ¿Pedro? Seas bien venido.
PEDRO: A tu servicio.
JUAN: Si tú
vinieses a mi servicio,
¡qué dichoso fuera yo!
PEDRO: Habla, y verás si te sirvo.
JUAN: ¿No vives con Isabel?
PEDRO: Hoy he vuelto, e imagino