El Jorobado (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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-¡Muy bien, Simpson! -aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza-. Adelante, Watson, ésta es la casa.
Hizo pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvio hacia nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas.
-¿El señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? - preguntó Holmes afablemente-. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.
-¿Y qué puedo saber yo al respecto?
-Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según todas las probabilidades, por asesinato? El hombre experimentó un violento sobresalto.
-Yo no sé quién es usted -exclamó-, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero, ¿Juraría que es verdad lo que me está diciendo?
-Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.
-¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía?
-No.
-¿Cuál es, pues, su misión?
-Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia.
-Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente.
-¿Entonces usted es culpable?
-No, no lo soy.
-¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay?
-Fue la Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por que no debiera hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme.
Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería.

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