Los Muchachos de Jo (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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-Pues no podéis figurares lo mucho que os agradezco la noticia. Porque deseo ver a todos mis muchachos casados cuanto antes con una buena mujer, viviendo tranquilos y felices en una casita bonita y bien arreglada; éstas son todas mis ambiciones -dijo la tía Jo cruzando sus manos con gran contento, con lo que se parecía muchas veces a una gallina distraída con una gran pelada a su cuidado.
-Yo también lo deseo -dijo Tommy, dejando escapar un suspiro y echando a Nan una mirada suplicante de soslayo, que hizo reír mucho a los demás.
-Sí, sí; no conviene que se marchen los jóvenes porque la población femenina, particularmente en Nueva Inglaterra, excede en mucho a la población masculina -contestó John hablando al oído de su madre.
-Una gran provisión, sí; tres o cuatro para cada hombre. Pero vosotros los muchachos sois muy costosos, y conviene que las madres, hermanas, esposas e hijas tengan cariño a sus deberes y los desempeñen bien; de lo contrario desapareceréis de la superficie de la Tierra ­dijo Jo con gran solemnidad, mientras tomaba una cesta llena de medias y calcetines rotos.
-Efectivamente, abundando tanto las mujeres como abundamos, debemos consagrarnos muchas a cuidar a los hombres desamparados. Cada día estoy más contenta cuando reflexiono y veo que con mi profesión seré una soltera feliz que podré prestar gran servicio a la humanidad. El énfasis con que Nan pronunció las últimas palabras hizo suspirar de nuevo a Tommy y reír a la concurrencia.
-Yo estoy orgullosa y muy satisfecha de ti, Nan, y tengo la convicción de que saldrás adelante con tu empresa, y que serás una muchacha utilísima; porque mujeres como tú hacen mucha falta en el mundo. Hay momentos en que creo que yo equivoqué mi vocación; yo debí permanecer soltera; pero, por otro lado, el deber me inclinaba por este camino, y la verdad es que no lo siento -dijo tía Jo, volviendo un calcetín azul muy burdo, de dentro a fuera.
-Ni yo tampoco lo siento. ¿Qué hubiera sido de mí sin mi querida mamá? -añadió Teddy dando un abrazo a su madre, quedando ocultos por un rato detrás del diario en el que había estado absorto un buen rato.
-Mira, hijo mío, si te lavaras las manos con más frecuencia, no serían tus caricias tan desastrosas para mi cuello.
Josie, que había estado estudiando su papel al otro lado de la plaza, principió de pronto a repetir en alta voz el discurso en la tumba de Julieta; los demás, al oírla, aplaudieron, y la pobre muchacha, que no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta, se asustó al oír el palmoteo.

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