Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Estas palabras, especialmente las últimas, volvieron a la memoria de Meg mientras cosía a la luz del crepúsculo. Éste había sido el primer desacuerdo serio entre los dos y sus propias palabras apresuradas le sonaban ahora tan tontas como duras y desprovistas de bondad. También su cólera le pareció infantil y se le ablandó el corazón completamente cuando pensó en el pobre Juan llegando a casa para encontrarse con semejante escena. Miró a su marido con lágrimas en los ojos, pero él no las vio; entonces dejó la costura y se levantó pensando: "Seré yo la primera en decir: ;Perdóname!", pero él pareció no oírla; cruzó entonces el cuarto muy lentamente, pues el orgullo es difícil de acallar, y se paró al lado de él, pero Juan no volvió la cabeza. Por un minuto Meg creyó que no iba a poder pedirle perdón, ya que tan difícil se le hacía, pero después pensó: "Es sólo el principio, yo haré mi parte y luego no tendré nada que reprocharme." Y agachándose besó a su marido en la frente con toda suavidad. Naturalmente que eso bastó, y aquel beso penitente valió más que un mundo de palabras. Juan la sentó en las rodillas y al minuto le decía con ternura:
-Fue perverso reírme de tus pobres tarritos de jalea; perdóname, querida, nunca lo volveré a hacer...
Pero lo hizo, y muchas veces más, lo mismo que Meg, y ambos declararon que aquella jalea era la más dulce que nunca se fabricara, ya que la paz familiar se conservó en ese pequeño pote familiar.
Más adelante Meg invitó especialmente al señor Scott a comer y le sirvió un banquete muy agradable sin que una esposa a punto de ebullición fuese el primer plato. Tan alegre y amable estuvo Meg en esta ocasión que todo transcurrió de modo encantador, y el señor Scott dijo a Juan que lo consideraba un tipo muy feliz, lamentándose de los sinsabores de la soltería durante todo el camino de vuelta.
Ese otoño Meg experimentó nuevas tribulaciones y adquirió aún más experiencias. Renovada la amistad con Sarita Moffat, ésta siempre se corría hasta la casita a chismorrear un poco o a invitar a "esa pobre querida" a pasar el día en su gran casa. A Meg le resultaba eso agradable, pues con el mal tiempo se sentía sola muchas veces con Juan ausente de la casa todo el día.

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