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No hablará, y no nos
enteraremos de nada. No es culpa suya si se explica mal.
Y, en efecto, el viejo parecía ya a punto de irritarse y de iniciar un
largo discurso acerca de la falta de respeto de los niños actuales, así
como de la triste suerte de la humanidad, vuelta a la barbarie de los
primeros tiempos.
--Sigue, abuelo -insinuó Hu-Hu, en tono conciliador.
El viejo se decidió.
--en aquel tiempo -dijo--, el mundo estaba poblado. Solamente en San
Francisco, había cuatro millones de habitantes...
--¿Qué es un millón? -interrumpió Edwin.
--Sólo sabes contar hasta diez, no lo ignoro. Pero haré que entiendas.
Levanta las dos manos. En las dos, tienes, en total, diez dedos. Bueno.
Ahora recojo este grano de arena. Trae aquí la mano, Hu-Hu.
Dejó caer el grano de arena en la palma de la mano de Hu-Hu, y prosiguió:
Este grano de arena representa los diez dedos de Edwin. Añado otro grano.
Ya tenemos otros diez dedos. Y añado un tercer grano y un cuarto y un
quinto, y así hasta diez. Eso da diez veces los diez dedos de Edwin. A
esto lo lamo un centenar. Recordad los tres bien esta palabra: un
centenar. Ahora tomo esta piedrecilla y la pongo en la mano de Cara de
Liebre. Representa diez granos de arena, o sea, diez decenas de dedos, o
sea, cien dedos. Pongo diez piedras, representan mil dedos. Prosigo, y
pongo una valva de mejillón que representa diez piedras, es decir, cien
granos de arena, o mil dedos...
De este modo, laboriosamente, el viejo, por medio de sucesivas
repeticiones, consiguió más o menos introducir en la mente de los
muchachos una idea aproximada de los números. A medida que la cifra
crecía. Iba colocando en las manos de los niños distintos objetos que las
simbolizaban. Cuando llegó a los millones, los representó por medio de las
piezas dentales arrancadas a los esqueletos.