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los supervivientes la abandonamos, sin llevarnos otra cosa que armas,
municiones y una buena provisión de conservas.
>>Primero acampamos en el patio principal, y, mientras algunos montaban
guardia junto a las provisiones, otros partieron en exploración hacia la
ciudad, en busca de caballos y coches, carretas y automóviles o cualquier
vehículo que nos permitiera llevarnos el máximo posible de víveres. Luego,
imitando a los grupos de obreros que habíamos visto, trataríamos de
abrirnos paso hacia el campo.
>>Ibamos en grupos de dos. Me acompañaba Dombey, un estudiante. Teníamos
que recorrer alrededor de media milla a través de la ciudad para llegar al
antiguo domicilio del doctor Hoyle. En aquel barrio las casas estaban
separadas unas de otras por jardines, arboledas y macizo césped, y el
fuego, como burlándose, había destruido al azar.
>>Aquí un grupo entero de casas, incendiadas por pavesas transportadas por
el viento, habían ardido. Allí, otras casas habían quedado completamente
intactas.
>>Allí como en todas partes, actuaban los saqueadores. Dombey y yo
empuñábamos nuestras pistolas automáticas de tal modo que todo el mundo
las viera, y teníamos un aire tan resuelto y tan poco amigable que nadie
con quien nos cruzamos se atrevió a atacarnos.
>>La casa del doctor Hoyle parecía no haber sido todavía afectada por el
fuego. Pero empezó a salir humo de ella justo en el momento en que
entramos en el jardín.
>>El bandido que había incendiado la casa, tras bajar las escaleras
tambaleándose, borracho y con los bolsillos llenos de botellas de whisky,
salió del pasillo de entrada y se mostró en el umbral. Mi primera
intención fue el de abatirlo a tiros. No lo hice, y siempre he lamentado
no hacerlo.
>>Aquel individuo de piernas temblequeantes, hablándose a sí mismo, con
los ojos inyectados en sangre y con dos cortes sangrantes en la cara
hirsuta procedentes, sin duda, de algún vidrio roto sobre el que debía
haberse caído, era, indudablemente, el espécimen más repugnante de la