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groseros salvajes habitados. Según el P. Valdera, los naturales de
aquellas comarcas eran, en su estado primitivo, tan crueles y bárbaros
como los de las demás partes del Nuevo Mundo. Su idolatría era tan absurda
y grosera como la de los mexicanos. Una roca o una montaña gigantesca, el
mar o un río, animales feroces, un árbol o una flor eran sucesivamente
objetos de su adoración. Las tribus de la costa adoraban el mar y la
ballena, sin duda a causa de su enorme grandor; al paso que las del
interior tributaban culto a las fieras. Había también en las fronteras del
[11] Perú algunas hordas que no tenían forma alguna de culto, que parecían
no conocer la influencia ni del temor, ni de la esperanza, y que, en ese
punto, vivían como brutos. La mitología empero de los peruanos, aunque
monstruosa, no tenía el carácter marcial que distinguía a la de los
mexicanos; y sin embargo manifestaban en sus sacrificios y en la elección
de las víctimas igual grado de ferocidad. Los sacrificios humanos eran
frecuentes y el modo de dar la muerte a la víctima era igualmente cruel y
abominable. En las comarcas de Panamá y de Darién, que Valdera supone
haber sido pobladas y colonizadas por tribus nómadas salidas de México,
los habitantes eran tal vez, en lo relativo a los sacrificios, los
salvajes más bárbaros de América. Cuando tenían que inmolar una víctima,
la ataban completamente desnuda a un árbol, y luego los individuos y los
amigos de la familia que había hecho el prisionero, se reunían en torno de
él con sus hachas de piedra, cortaban las partes más carnosas de su cuerpo
y las comían con voracidad, mientras que el desgraciado contemplaba con
sus propios ojos aquel espantoso banquete, hasta que venía la muerte a
poner fin a sus tormentos. Las mujeres y los niños acostumbraban asistir a
esos festines, de suerte que contraían desde sus primeros años los más
feroces instintos.
El modo como trataban los restos de las víctimas [12] después de
terminado el sacrificio, merece fijar igualmente la atención. El que
durante su suplicio había lanzado gritos de dolor o dejado escapar alguna
queja, era entregado al desprecio: sus huesos eran sembrados por los