La caja de bombones (Agatha Christie) Libros Clásicos

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Se trataba de un hombre cuya muerte había ocurrido hacía tres días. Si hubo en ella juego sucio, sólo cabía una posibilidad: ¡veneno! Y yo no había tenido ocasión de ver el cadáver, ni existía posibilidad de examinar, o analizar, ningún objeto con el cual se hubiera podido administrar el veneno. No se tenían indicios, falsos o no, que considerar. ¿Le habían envenenado? ¿Había fallecido de muerte natural? Yo, Hércules Poirot, sin nada en que basarme, tenía que decidir.
Primero, me entrevisté con los sirvientes, y con su ayuda recapitulé los sucesos de aquella noche. Presté especial atención a la comida servida en la cena, y el modo en que se sirvió. La sopa la había distribuido el mismo señor Déroulard de una sopera. Luego una fuente de chuletas y después un pollo. Por último una compota de frutas. Y todo dispuesto encima de la mesa, y servido por el propio señor Déroulard. Trajeron el café a la misma mesa donde cenaron, en una cafetera. Por tanto, mon ami.., ¡imposible envenenar a uno sin envenenarlos a todos!
Después de la cena madame Déroulard se retiró a sus aposentos en compañía de mademoiselle Virginie. Los tres hombres, tras pasar al estudio del señor Déroulard, estuvieron charlando amigablemente durante un rato. De repente, sin más, el diputado cayó pesadamente al suelo. El señor de Saint Alard salió precipitadamente de la estancia para ordenar a François que corriera en busca de un médico. Dijo que sin duda se trataba de una apoplejía, explicó el criado. Pero cuando el doctor llegó, el señor Déroulard había fallecido.
El señor John Wilson, a quien fui presentado por mademoiselle Virginie, era lo que en aquella época se tenía como el prototipo del inglés corriente, un John Bull de edad madura y corpulento. Su versión, expuesta en un francés muy británico, fue sustancialmente la misma: "Déroulard enrojeció repentinamente y se vino al suelo."
Por ese lado no se podía encontrar nada más. A continuación me dirigí al escenario de la tragedia, el estudio, y a petición mía me dejaron solo. Hasta aquí no había nada que sustentara la teoría de mademoiselle Mesnard. Lo único que cabía pensar es que se trataba de una idea sin fundamento de la joven. Evidentemente había profesado una romántica pasión por el difunto, lo cual le impedía considerar el caso desde un punto de vista normal. A pesar de ello, registré el estudio con gran minuciosidad.

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