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con rabia.
En cambio Blanca estaba cada día mejor de salud, le regalaban muchos
juguetes y parecía que la prosperidad había entrado en su casa con Morito.
Hablando un día D. Serafín con la vecina [48] del piso entresuelo,
delante de los dos niños, en tono de burla, de la felicidad que les había
llevado el gato negro, la señora le dijo:
-Hay dos clases de gatos negros: unos que dan la ventura y otros que
la quitan. Aunque hijos de la misma gata, es fácil que Moro sea un gato de
los buenos y Fígaro de los malos. Usted, amigo mío, ha tenido la mala
suerte, mereciéndola mejor que Doña Carlota.
Alejandro se quedó muy preocupado al oír aquello, y Pepita más. A los
dos se les ocurrió lo mismo: puesto que los gatos eran iguales, ¿por qué
no los habían de cambiar? Había en la casa un patio muy pequeño al que
daban las cocinas de Doña Carlota y D. Serafín, viniendo las ventanas una
enfrente de otra. Por allí se habían asomado muchas veces los vecinitos
Alejandro y su hermana para hacer muecas a Blanca, y [49] ésta para
enseñarles sus juguete. El niño, que era muy malo, dijo a Pepita que se
fingiera amiga de la hija de Doña Carlota para entrar en la casa más
fácilmente y coger al gato, a lo que ella se prestó gustosa porque ya
miraba a Fígaro con horror.
Aquello fue muy fácil: Blanca, con permiso de su madre, convidó
varias veces a Pepita a almorzar con ella. Las niñas jugaban juntas y
salían también a paseo.
Aprovechando una de estas salidas, fue Alejandro un día a casa de
Doña Carlota y dijo a la criada, que sin desconfianza le hizo pasar, que
iba a esperar la vuelta de su hermana porque tenía un recado urgente que
darle.
La criada se volvió a la cocina, y entretanto el niño pasó al
comedor, donde dormía el gato junto al brasero, y cogió a Moro, que no