La añeja afición por los juegos de apuestas

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Puede decirse que desde antiguo, y en todas las latitudes, los juegos de apuestas -de azar o no- acapararon vivamente la atención de los hombres, transformándose para algunos, a través de la tahurería, en un modo marginal y picaresco de vida, y para otros en una afición obsesiva, renovada constantemente (y otras tantas veces abolida) por los fantaseos de la fortuna fácil.

No en vano en España, en el código alfonsino de las Siete Partidas (1265) y en el Ordenamiento de las Tafurerias, o casas de juego, suscripto en 1276, se legislaba minuciosamente sobre el particular; y es fácil advertir que las previsiones contra el juego ocuparon en forma permanente la atención de monarcas y funcionarios peninsulares, como lo prueba la dilatada lista de leyes que infructuosamente se dictaron, con el propósito de erradicarlo, desde la época de Juan I (1387) hasta los días del "ilustrado" Carlos III (segunda mitad del siglo XVIII).

El tema del juego interesó por igual a tahúres, legisladores, polígrafos y moralistas españoles, registrándose en tal sentido una profusa bibliografía que abarca desde el Libro de los juegos (1283) de Alfonso el Sabio, hasta los Días geniales y lúdricos, del erudito Rodrigo Caro, con obras de especial interés como el Tratado de los juegos (1559) de Fray Francisco de Alcocer, el Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos (1603), de Francisco de Luque Fajardo, y las Capitulaciones de la vida de Corte, de Francisco Quevedo, en las que se describen y fijan las reglas de diversos juegos, se diserta sobre su origen y difusión, se describen los ambientes y modus operandi de la tahurería o se ponen en evidencia, con la fraseología moralizante de la época, los perjuicios materiales y espirituales derivados de su práctica inmoderada.

Pero si la situación era grave en la Península, en América parece haber adquirido desde los primeros días de la Conquista una virulencia inusitada,a favor de la fácil prosperidad que engendraban la riqueza minera y el sistema de las "encomiendas". El tan mentado episodio de Mancio Serrae Leguizano, aquel famoso soldado español que jugó y perdió en una noche la figura del Sol que le había tocado en el reparto de los tesoros del Cuzco, bastaría para suministrarnos un elocuente indicio de la pasión que suscitaron en estas latitudes los engañosos juegos de envite y de "parar".

En tal sentido una Real Cédula del 23 de mayo de 1608 consideraba que las multas que se aplicaban a las gentes de Indias no bastaban para impedir el juego, pues su monto -relativamente elevado para España- apenas era sentido por hombres que habitualmente doblaban o triplicaban esas sumas en las mesas que pública o privadamente se tendían para el "desplume" recíproco.

A título de curiosidad mencionaremos que en su valioso libro sobre los juegos coloniales cordobeses Grenón registra una serie de escrituras, correspondientes al siglo XVII, en las que algunos vecinos se comprometen a no jugar y a pagar multas con destino a la Inquisición, al Hospital o a la Cofradía del Santísimo, en caso de hacerlo. Los firmantes se obligaban espontáneamente por términos variables, reservándose para su entretenimiento, o por "agilitar el cuerpo", algunos juegos "honestos", como las tablas reales, el ajedrez y la pelota. Uno, más cauteloso o menos seguro de sus fuerzas, se reserva "para cada vez que se me ofreciere divertirme, una zanga,rentos y tururo y no más". (P. Grenón, Juegos coloniales.)

Quizá corresponda traer a colación el caso de quienes se enmendaron "ejemplarmente" por efectos del trabajo o de las responsabilidades asumidas, y entre ellos el muy ilustre del ya citado Mancio Serra de Leguizano, que parece dejó de jugar cuando lo nombraron alcalde ordinario de su ciudad (Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales).

Pero en la práctica los bandos, cédulas, pragmáticas y escrituras de no jugar, sumados a las delaciones, pesquisas y allanamientos, o a los "ejemplos" individuales como el de Mancio Serra, parecen haber servido de poco a los fines perseguidos, pues se llegó a jugar, e inclusive a instalar "tablaje público", en el propio Cabildo de Córdoba, como surge del testimonio de un testigo indagado en 1654:"... donde está la Real Caja han jugado juegos de naipes, pintas y otros juegos. Y este testigo ha jugado al hombre algunas veces y a los jugadores y a otras personas les dan mates de yerba y cigarros de tabaco". (P. Grenón, op. cit.).

A mediados del siglo VIII, sin embargo, una Real Cédula daba nuevamente instrucciones precisas y reguladoras sobre los juegos de azar "en consideración de los excesos del juego de naipes, dados y otros de suerte y envite, y de juntarse y concurrir a esta pésima ocupación mucha gente ociosa, de vida inquieta y de depravadas costumbres, de que puedan resultar y resultan con frecuencia los mayores inconvenientes y los delitos más atroces en ofensa de Dios Nuestro Señor, con juramentos, blasfemias, muertes y pérdidas de honores y haciendas, de que también se originan alborotos y desasosiegos, que perturban la pública quietud y desatan o rompen los vínculos de la unión y de la tranquilidad de las familias y de los pueblos".

La pertinacia de los jugadores dio origen en 1771 -reinado de Carlos III a una pragmática que resume lo legislado desde tiempos remotos: "Prohibo -dice el rey- que las personas estantes en estos reinos, de cualquier calidad y condición que sean, jueguen, tengan o permitan en sus casas juegos", y agrega una extensa lista de los que se consideran prohibidos.

Esta pragmática del 71 fijaba multas de 200 ducados para los nobles, militares o burócratas, y de 50 ducados para los transgresores de "menor condición". Si los contraventores eran "vagos o malentretenidos, sin oficio ni arraigo u ocupación, entregados habitualmente al juego, o tahúres, garitos o fulleros" se les imponía presidio por cinco años (preste atención el lector a las palabras subrayadas, pues el concepto se siguió utilizando indiscriminadamente a lo largo del siglo XIX para engrosar las "levas" militares) . Lo arriesgado en los juegos permitidos no podía exceder de "un real de vellón", y se prohibían las "traviesas" o apuestas, así como las posturas de joyas, prendas y bienes raíces.

Los perdedores no estaban obligados a satisfacer las deudas contraídas en el juego, y entre otras previsiones se determinaba que los artesanos, maestros, oficiales y aprendices de "cualesquiera oficios" no podían jugar en días y horas de trabajo, esto es, desde las 6 de la mañana hasta las 12 del día, y desde las 2 de la tarde hasta las 8 de la noche. También quedaba prohibido el juego en "las tabernas, figones, hosterías, mesones, botillerías, cafés y otra cualquiera casa pública", ennumerándose entre los permitidos los de da¬mas, ajedrez, tablas reales, cha quete y billar.

Pero treinta años después, a juzgar por las alarmadas afirmaciones del Telégrafo Mercantil del 3 de junio de 1801, la afición por los juegos de azar no parecía haber experimentadona merma demasiado sensible.

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