Entre peones y vividores

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Apuntemos, para definir el contexto, que a partir de la Organización Nacional la alianza de la burguesía latifundista con los intereses británicos provocó, a espaldas de los intereses del país global, un desmesurado crecimiento de la región pampeana.

Este desarrollo -estructuralmente pernicioso, tal como se verificaba, y con puntos de depresión marcados por nuestra condición dependiente- conoció, sin embargo, momentos de gran prosperidad, que contribuyeron a robustecerla imagen distorsionada y fantasiosa del país agropecuario en pleno avance.

En el período 1910-1914, época de oro del frigorífico, el promedio anual de exportaciones de carne vacuna y ovina, en sus distintas formas, alcanzaba, en toneladas, a 436.859, sobre las 160.891 del período 1900-1904. La superficie total cultivada -trigo, maíz, lino, etc.- pasaba de los 23 millones de hectáreas, guarismo superior a la cifra correspondiente a los años inmediatamente anteriores y posteriores de 1908 y 1921/22. Los cultivos de trigo, lino y maíz, por sí solos, superaban durante el período citado en primer término, los 12 millones de hectáreas, con particular desarrollo en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba.

Ubiquémonos imaginariamente, durante esos años, en cualquier pueblo o caserío notable de la "pampa húmeda". Ha terminado la trilla del trigo y maquinistas, embocadores, plancheros, horquilleros, costureros, bolleros, pajeros, aguadores, cargadores, foguistas, cocineros, etc.,junto con los aventureros y atorrantes que siguen a todas partes los movimientos de las trilladoras, se han arrimado desde temprano al almacén de ramos generales -que a la vez anexa las funciones de pulpería, fonda, cancha de bochas, churrasquería y frontón de pelota-, algunos para "despuntar el vicio", amojosado por la
dura temporada de trabajo efectuado de sol a sol, y otros para "hacer la provista" y emprender el regreso a los pagos de donde los han acarreado los contratistas con la promesa de robustos jornales. Hay santiagueños, tucumanos, cordobeses, entrerrianos, italianos "golondrinas" (que volverán a su tierra justo a tiempo para levantar la cosecha de los signori) y gente de las más variadas layas y pelajes.

En el interior del negocio se amontonan pecheras, bastos, silletas, cacerolas de hiero, máquinas choriceras, palas, latas de sardinas en salmuera, fajones despanzurrados de pasas de uva, damajuanas con aguardiente catamarqueño, bocoyes de yerba mate, canastos de orejones, barriles de tinto mendocino, botellones empajados con aceite español, estantes Con botellas de vermouth, caña, hesperidina, ginebra, ron y guindado, mazos de naipes, pañuelos, cuchillos, alpargatas, lazos, guitarras, faroles, velas, atados de cigarrillos, frascos de perfume, cajas de confites y todo cuanto pueda desear el apetito de los hombres. Inclusive una gran victrola de bocina, que dos correntinos, uno de pañuelo rojo al cuello y otro de camiseta rayada, pujan por llevarse a sus respectivos pagos.

Los grupos se desperdigan entre el mostrador, atendido por un francés peinado a la pomada, y las mesas de pino blanco que llenan el espacio entre el mostrador y la puerta de cristales empañados, y se derraman afuera, entre la cancha de bochas, el frontón de pelota que queda junto a las vías del ferrocarril y las carpas que han armado algunos forasteros, a medias con el francés bolichero, para surtir a la peonada entusiasta y gastadora con beberaje, juego y baile.

A medida que transcurre la tarde del sábado los grupos forman abigarrados lienzos de jugadores, mientras llegan, desde las carpas de la romería, los acordes de media docena de pasodobles, polkas y tangos que repite machaconamente el trío de musicantes venidos de quién sabe dónde.

En las mesas del almacén se juega a los gritos al truco, al mus, al codillo y al tres siete. Desde un rincón surge el agudo zapucay del correntino de golilla roja, que acaba de ganarle a su compañero, tras un lacrimoso forcejeo de "flores" y "contraflores", la famosa victrola y el único disco de Villoldo comprados a medias un rato antes.

Bajo la ramada, frente a una botella de "barbera" a medio vaciar y a unas peladuras de salchichón, dos italianos rubiones juegan a la murra. Los jugadores flexionan el brazo y llevan el puño cerrado y nervudo a la altura de la cara. Luego, a un tiempo, lo dejan caer con una cantidad determinada de dedos extendidos, a la vez que expresan un número que suponen coincidente con la suma de los dedos exhibidos: "cinque, sette.. nove, dieci... sette, sette... quatro, quatro... cinque, cinque...tutta, tutta, sette, nove..." (como en tiempos de Julio César gana el que acierta, y se pierde si aciertan o se equivocan ambos).

Desde un grupo próximo un mozo trajeado de negro, que ha estado narrando sus peripecias durante la huelga de Alcorta, les hecha una mirada resentida y trata de reiniciar el relato interrumpido por la algarabía de los jugadores.

Algo más lejos un grupo da "mensuales" de una estancia vecina, que se ha sumado a los festejos, se apresta para iniciar un partido de bochas. La cancha, de unos 24 metros de largo, limpia y cuidadosamente apisonada, constituye, junto con el frontón de pelota, uno de los lujos del pueblo. El que arroja el bochín es un muchacho de pelo pajizo y cara aindiada y picada de viruelas, famoso por su puntería para hacerlo clavar donde es menester. El muchacho se aproxima a la línea de salida y lo lanza con una limpia parábola para dejarlo caer en un punto ideal, situado más allá de la mitad de la cancha, a más de un metro de la cabecera y en medio de ambas bandas laterales.

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