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-Nana, perrita -dijo, dándole palmaditas-, te he puesto un poco de leche en el tazón, Nana.
Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a lamerla. Y luego, qué mirada le echó al señor Darling, no una mirada de rabia: le mostró el gran lagrimal rojo que nos hace apiadarnos tanto de los perros nobles y se metió arrastrándose en su perrera.
El señor Darling estaba avergonzadísimo de sí mismo, pero no cedió. En medio de un horrible silencio la señora Darling olisqueó el tazón.
-Pero George -dijo-, ¡si es tu medicina!
-Sólo era una broma -rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y Wendy abrazaba a Nana.
-Pues sí que sirve de mucho -dijo él amargamente-, que yo me mate tratando de hacer gracias en esta casa.
Y Wendy seguía abrazando a Nana.
-Muy bien -gritó él-. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no! Yo sólo soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, ¡a ver por qué, por qué, por qué!
-George -le rogó la señora Darling-, no grites tanto, que ten van a oír los criados.
Por alguna razón habían adquirido la costumbre de llamara Liza los criados.
-Pues que me oigan -contestó él sin miramientos-. Que me oiga el mundo entero. Pero me niego a dejar que ese perro siga haciéndose el amo del cuarto de mis niños una hora más.
Los niños se echaron a llorar y Nana corrió hasta él suplicante, pero él la apartó. Volvía a sentirse un hombre fuerte.
-Es inútil, es inútil -exclamó-, el lugar que te corresponde es el patio y allí es donde te voy a atar en este mismo instante.