Para leer al atardecer (Charles Dickens) Libros Clásicos

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Charles Dickens
Para leer al atardecer


Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.
Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la
cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas
por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña
una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse
en la nieve.
Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los
correos, que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me
habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del
convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando
la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los
viajeros retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera
acusárseles de vicio en aquella fría región
Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue
absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo;
se levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos
se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro
imitar, me abotoné el mío.
La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco
correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una
conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo
no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había
separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento,
sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la
serie de acontecimientos causantes de que el Honorable Ananias Dodger hubiera
acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.
-¡Dios mío! -dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece,
tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una
palabra pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca
inocente-. Si habla de fantasmas...
-Pero yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán.

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