El crimen de Lord Arthur Saville (Oscar Wilde) Libros Clásicos

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En ella se leía: «Mr. Septimus R. Podgers, Professional Chiromantist,1030 West Moon Street».
-Mi horario es de diez a cuatro -murmuró míster Podgers, mecánicamente- y hago rebajas cuando se trata de una familia.
-Dése prisa -contestó lord Arthur, que se veía muy pálido, extendiendo su mano.
Míster Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y corriendo el pesado portière sobre la puerta, dijo:
-Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente. -Dése prisa, señor -replicó lord Arthur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.
Míster Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una pequeña lente de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.
-Estoy listo -dijo.

CAPITULO II

Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos desorbitados por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamente de Bentinck House, abriéndose paso a través de los grupos de cocheros y lacayos, envueltos en sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas que rodeaban la plaza, parpadeaban sacudidos por el viento cortante; pero las manos de lord Arthur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego. Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un borracho. Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendigo que salió inclinado del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al darse cuenta de que existía una miseria mayor que la suya. Por un momento, al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus labios temblorosos.
¡Asesinato! eso es lo que el quiromántico había visto. ¡Asesinato! Parecía como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las callejas parecían desbordar aquella acusación que le gesticulaba desde los tejados de las casas. Fue primero al parque, donde el sombrío boscaje le atraía. Se apoyó exhausto contra la verja, refrescando su frente contra el metal húmedo, y escuchando el trémulo silencio de los árboles.

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