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Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al alemán por su amabilidad, y habiendo logrado declinar una invitación para conocer a algunos anarquistas en un té-merienda al siguiente sábado, abandonó la casa y se dirigió al parque.
Durante los dos días siguientes se sentía en un estado de agitación terrible y el viernes, a las doce, fue al Buckingham para esperar noticias. Durante toda la tarde, el estólido ujier se la pasó entregando telegramas de varias partes del país, dando los resultados de las carreras, informando sobre fallos de divorcios, el estado del tiempo y asuntos por el estilo, mientras la cinta telegráfica proporcionaba detalles tediosos acerca de la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes, y de un pánico pasajero, registrado en la Bolsa de Valores. A las cuatro de la tarde, llegaron los periódicos de la noche, y lord Arthur desapareció en la biblioteca, llevando consigo el Pall Mall, St. James Gazette, el Globe, y el Echo, provocando la indignación del coronel Goodchild, que deseaba leer los reportazgos sobre un discurso que él había pronunciado durante la mañana en la Mansion House, sobre el asunto de las misiones en África del sur, y la conveniencia de contar con obispos negros en cada una de las provincias, pues por alguna desconocida razón, no se fiaba del Evetúng News. Ninguno de los periódicos, sin embargo, hacía mención, o daba alguna noticia referente a Chichester, y lord Arthur presentía que el atentado seguramente había sido un fracaso. Esto resultaba para él un golpe terrible, y sus nervios estaban tensos. Herr Winckelkopf, a quien fue a visitar al día siguiente, se volcó en mil excusas rebuscadas, y se ofreció a conseguirle otro reloj gratis, o una caja de bombas de nitroglicerina al precio de costo. Pero ya había perdido la fe en los explosivos, y el mismo Herr Winckelkopf reconoció que todo estaba tan adulterado, hoy día, que hasta la dinamita era raro encontrarla pura. El alemancillo, no obstante, aun admitiendo que algo marchó mal en el mecanismo, todavía guardaba esperanzas de que el reloj explotaría, y citó el caso de un barómetro que envió en cierta ocasión al gobernador militar de Odesa, el cual, aun habiendo sido puesto en la hora justa para que explotase en diez días, no llegó a realizarlo sino tres meses después.